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MITOLOGÍAS
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

No todos los filósofos matan a su mujer

Louis Althusser, último resistente ideológico del marxismo, repitió con su esposa el mismo tormento que su padre ejerció con su madre, aunque la muerte de Hélène sirvió también como símbolo de la violencia de una doctrina a punto de perecer

Manuel Vicent
Louis Althusser (1918-1990), fotografiado en 1978 en París.
Louis Althusser (1918-1990), fotografiado en 1978 en París.JACQUES PAVLOVSKY / SYGMA / CORBIS

 En su momento este terrible suceso se interpretó como el símbolo de la caída moral de una ideología. En la mañana brumosa y melancólica del domingo 16 de noviembre de 1980, en un apartamento de la Escuela Normal Superior, de la calle Ulm, de París, un filósofo de referencia, reconocido en todo el mundo, el último resistente ideológico del marxismo, estranguló a su mujer al pie de la cama. El imperio soviético era ya en esos años un baluarte carcomido en una fase de estancamiento que precedió a la bancarrota. En plena guerra fría los intelectuales franceses de izquierdas, escandalizados por la corrupción, por los crímenes estalinistas salidos a la luz o por haber superado una doctrina que creían periclitada, comenzaron a desertar, pero Louis Althusser resistía. Su pensamiento crítico trabajaba en dar salida y adaptar la filosofía de Marx al nuevo espíritu de la época. Lenin y la filosofía. Para leer El Capital. Curso de filosofía para científicos, estos libros estaban en la biblioteca de cualquier universitario progresista.

Había nacido en Birmandréis, Argelia, en 1918. Sus primeros recuerdos eran de unos cerros lejos de la ciudad donde su abuelo materno, Pierre Berger, ejercía de guarda forestal, solo con su mujer y dos hijas, Lucienne y Juliette. Desde aquellas alturas se veía el mar y la vida era feliz y salvaje. Sobre aquella naturaleza tan limpia comenzó a desarrollarse esta turbia historia.

La familia Althusser tenía dos hijos, Louis y Charles. Lo domingos solía subir hasta la cabaña forestal de su amigo Pierre para que los niños jugaran con las niñas, mucho más pequeñas. Había gigantescos eucaliptos, un estanque, perros y caballos, limoneros y naranjos. Eran cuatro, siempre iban los cuatros niños juntos, crecieron juntos y llegado el momento los padres decidieron casarlos, Louis con Lucienne y Charles con Juliette, pero antes sobrevino la Gran Guerra y los dos hermanos Althusser fueron alistados y marcharon al frente, uno de aviador, otro de artillero.

En 1917 la joven Lucienne ejercía el oficio de maestra en una escuela cerca del parque Galland en la ciudad de Argel cuando Charles regresó del frente con un mes de permiso y trajo la aciaga noticia de que su hermano Louis había muerto en los cielos de Verdún, abatido su aeroplano durante una maniobra de observación. Lucienne quedó trastornada, pero Charles la llevó aparte a un rincón oscuro de un jardín y le propuso ocupar en su corazón el puesto de su hermano. Era guapa y deseable. En medio de una gran zozobra ella aceptó sustituirlo por su prometido y la ceremonia religiosa del casamiento se celebró en febrero de 1918, como un apaño entre las familias.

Según propia confesión, Lucienne se sintió violada en la noche de bodas, luego fue humillada con las juergas de su marido en las que dilapidó todos sus ahorros de maestra y luego supo que compartía su irrefrenable impulso sexual con una amante llamada Louise. El artillero Charles partió de nuevo hacia el frente dejando a su esposa violada, robada y trastornada. De esa convulsión nació el primogénito al que impusieron el nombre de Louis en recuerdo del que pudo haber sido su padre, un nombre que a Althusser le causaba horror, puesto que lo llevó siempre inscrito como una marca siniestra en el subconsciente, unida a la imagen de una madre mártir que le sangraba como una herida.

La figura del padre, un tipo alto, fuerte, autoritario, con un revólver disponible en el cajón de la mesa del despacho, profundamente sensual, devorador de carne sangrante en la mesa, comenzó a imponerse en la conciencia de su hijo Louis hasta anularlo. Muchos años después, a la hora de purgar la responsabilidad de haber estrangulado a su esposa Hélène, confesaría que, tal vez, en el fondo de su culpa estaba la traslación que su progenitor había operado en su delirio.

Louis Althusser era un buen estudiante. Su padre estaba orgulloso de él y al mismo tiempo lo tenía aterrorizado. Cuando en 1929 consiguió una beca le preguntó qué regalo quería. “Una carabina” —respondió el aprendiz de filósofo pensando en complacerle—. El subconsciente funcionó. Un día tuvo la idea de jugar a matarse con ese arma. La apuntó contra su vientre creyendo que estaba descargada. Iba a apretar el gatillo, pero, de pronto, desistió y luego comprobó que tenía una bala en la recámara sin saber quién la había metido allí. Aquel día comenzó a pensar por primera vez, lleno de pánico, que su padre deseaba su muerte porque había descubierto sus tendencias homosexuales.

El odio que el filósofo Althusser profesó a su padre a lo largo de toda su vida se debía al doble martirio que había infligido a su madre, violarla en el lecho por las noches y humillarla en público al galantear con sus amigas. Había dejado a Lucienne el hogar y los hijos, para él se había reservado el trabajo, el dinero y el mundo exterior.

Llegado el tiempo cuando Althusser ya era un ser misántropo y paranoico, sobre este sustrato vital entró la figura de su mujer Hélène, condenada a soportar sus continuas depresiones. El martirio de su esposa se sobrepuso al de su madre. Se estaba repitiendo la historia. Frente al éxito intelectual del filósofo reconocido en todo el mundo, Hélène vivía condenada a un segundo plano, nadie preguntaba por ella, para los devotos y admiradores de su marido ella no existía. El hecho de que todas las llamadas fueran para él y ninguna para su mujer el filósofo lo llevaba como un suplicio entre la compasión y el desprecio. No obstante era Hélène la que lo llevaba al hospital, la que atendía a todas sus necesidades diarias mientras él sentía que estaba reproduciendo con su mujer el mismo tormento que su padre había ejercido con su madre.

Así transcurrieron los hechos, según propia confesión ante la policía, aquella brumosa y melancólica mañana del domingo 16 de noviembre de 1980. De pronto Louis Althusser se ve levantado en bata en su apartamento de la École Normale; eran las nueve de la mañana y en la ventana alta se filtraba una luz gris a través de unas cortinas viejas. Frente a él está su esposa tumbada de espaldas, también en bata, y sus caderas reposan sobre el borde de la cama y las piernas abandonadas le llegan hasta el suelo. El filósofo arrodillado ante ella se inclina sobre su cuerpo, le da un masaje en el cuello en silencio, como anteriormente le había dado masajes en la nuca, en la espalda y en los riñones, una práctica que había aprendido en el cautiverio nazi. Pero esta vez apoyó los dos pulgares en el hueco de la carne que bordea el alto del esternón y los llevó hacia la zona más dura encima de las orejas. El masaje le da una gran fatiga. El rostro de su mujer está inmóvil y sereno, con los ojos abiertos mirando el techo. Y de pronto, al filósofo le invade el terror, los ojos de Hélène están fijos y su lengua reposa entre sus dientes y sus labios. Ha estrangulado a su mujer. Lleno de pánico atraviesa los espacios desiertos de la École Normale gritando en busca de un médico.

Durante los diez años siguientes, mientras Louis Althusser, declarado no culpable, pasó por diversos psiquiátricos, el universo comunista entró en barrena. El intelectual resistente que había establecido las nuevas bases teóricas del marxismo murió en 1990, un año después de la caída del muro de Berlín, pero en realidad el hecho de que el filósofo marxista de guardia estrangulara a su mujer fue tomado como el símbolo de la violencia de una doctrina que ya estaba a punto de perecer a manos de la nueva filosofía.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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