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Arqueólogos 'high tech'

Satélites, radares y sensores de última generación localizan y detectan reliquias enterradas sin moverse del despacho

Un autobús pasa ante las líneas de los geoglifos de Nazca por la carretera Panamericana, en Perú.
Un autobús pasa ante las líneas de los geoglifos de Nazca por la carretera Panamericana, en Perú.AP

Cavar con el pico y la pala, abrirse paso a machetazos por la espesura o aventurarse por senderos de cabras ya no es la receta obligada para los hallazgos arqueológicos; en ocasiones, ni hace falta moverse del despacho. El arqueólogo de salacot, pantalones y camisa caqui arrodillado en el fondo de una excavación comparte el escenario con el investigador sentado frente a su ordenador, que interpreta en la pantalla las pistas sobre tesoros ocultos suministradas por satélites, radares y otros complejos artilugios.

Tradicionalmente, los descubrimientos en esa disciplina se han producido en pozos cavados a partir de indicios vagos o hallazgos accidentales. Ahora resulta posible localizar yacimientos desde una oficina, sin pisar la jungla o el desierto. Los secretos del pasado se pueden desentrañar desde satélites situados a más de 700 kilómetros de altura. Ha sonado la hora de la arqueología con “mando a distancia”; una arqueología no destructiva capaz de detectar las reliquias enterradas sin siquiera hundir la pala.

“Las nuevas técnicas se reparten en dos grupos: la teledetección, que se practica desde las alturas, y los métodos de prospección geofísica, en contacto directo con el suelo”, explica el geólogo Enrique Aracil, director de la empresa Análisis y Gestión de Subsuelo (AGS), especializada en prospecciones para minería, obra civil y arqueología. “La primera hace registros a gran escala, aunque da menos detalles; los segundos operan en pequeñas superficies y proporcionan información más detallada”.

Arqueología de alturas

La teledetección tiene su antecedente en la fotografía aérea. El empleo de imágenes tomadas desde aviones para localizar ruinas ocultas les fue sugerido a los arqueólogos británicos por su eficacia demostrada en la detección de enemigos camuflados durante la I Guerra Mundial. Fue un aficionado, el aviador Charles Lindbergh, quien probó su utilidad al avistar las aldeas abandonadas de los indios pueblo en los barrancos de Arizona. Quizá su fruto más vistoso lo representen los geoglifos de Nazca (Perú), catalogados por Maria Reiche en los años cuarenta y cincuenta: trazados de formas antropomórficas y animales apenas visibles a ras del suelo.

Pero la fotografía aérea tiene límites: requiere luz diurna, tiempo apacible y ausencia de bruma. No sirve cuando una espesa capa arbórea se interpone entre el investigador y los objetos buscados. Estas restricciones fueron superadas en los años setenta por las cámaras de infrarrojos y ultravioleta diseñadas para ver lo que resulta invisible a simple vista. Pionero en su aplicación fue Tom Sever, arqueólogo de la NASA. Sirviéndose de los satélites de la agencia espacial, pudo descubrir la red de calzadas elevadas que surcaban las encharcadas tierras mayas. Como las calzadas confluían en ciertos puntos, pensó: “Ahí debe de haber algo”, y a ellos encaminó sus pesquisas. ¡Bingo! Enterrados en las encrucijadas se escondían núcleos urbanos y centros ceremoniales.

“La teledetección ha cambiado radicalmente nuestra visión de la prehistoria, al posibilitar la cartografía de la totalidad de los paisajes culturales”, apunta Juan Manuel Vicent García, del Grupo de Investigación Prehistoria Social y Económica del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Y lo ejemplifica: “En un estudio que realizamos de un complejo minero de Orenburgo (Rusia), el más importante del este europeo en la edad del bronce, chocamos con el misterio de su repentino colapso. Sospechamos que la causa podía haber sido la desaparición de los recursos forestales. Mediante la combinación de imágenes satelitales de la vegetación actual y series históricas de polen, pudimos reconstruir el paisaje de la época del colapso y descartar esa hipótesis, al verificar que los bosques no se habían visto afectados”.

Imágenes utilizadas por la arqueóloga Sarah Parcak en su descubrimiento de un conjunto de pirámides y tumbas desconocidas en Egipto.
Imágenes utilizadas por la arqueóloga Sarah Parcak en su descubrimiento de un conjunto de pirámides y tumbas desconocidas en Egipto.

El último logro en el rango infrarrojo lo ha protagonizado la egiptóloga Sarah Parcak, de la Universidad de Alabama (EE UU). Tras un año de análisis de imágenes del delta del Nilo tomadas por el satélite Landsat, su equipo anunció en junio pasado la localización de nada menos que 17 pirámides, 1.000 sepulcros y más de 3.000 edificaciones desconocidas. Para ello procesaron las vistas con el programa Erdas Imagine, que diferencia árboles, arena, rocas, agua, suelos cultivados o montículos de sedimentos humanos en función de su “firma espectral” (el modo singular con que cada elemento refleja la radiación). Los antiguos ladrillos egipcios, por ejemplo, superan en densidad a la arena y el polvo, por lo que su “firma espectral” se destaca con claridad.

La hora de Google Earth

Tanta maravilla tiene una pega: una imagen de satélite puede valer decenas de miles de euros. De ahí el enorme abaratamiento en los costes que ha supuesto Google Earth. El mapamundi digital compuesto por Google a partir de imágenes aéreas y satelitales ofrece desde 2005 acceso gratuito y directo a vistas de altísima resolución de casi todo el orbe.

Su valor para la arqueología quedó de manifiesto ese mismo año. El programador italiano Luca Mori observaba por curiosidad unas vistas de su pueblo, Sorbolo, cuando reparó en una sombra ovalada de 500 metros de largo en las afueras del municipio. Avisados los arqueólogos, advirtieron que se trataba de una villa romana del siglo I enterrada bajo el lecho de un río. Enterado de la historia de Mori, el estadounidense Scott Madry se conectó con Google Earth en su despacho de la Universidad de Carolina del Norte y escudriñó la zona de Francia central en la que había excavado 20 años. “A la media hora comencé a identificar sitios”, recuerda fascinado. En total, el especialista inventarió 101 yacimientos medievales, galo-romanos y prehistóricos.

Los hallazgos con Google Earth no han dejado de multiplicarse. Investigadores británicos detectaron en la costa de Poppit Sands (Gales) una trampa de pesca de más de 280 metros de largo y mil años de antigüedad. Expertos de las Universidades de Hawai y California avistaron las sendas por las que los pobladores de la isla de Pascua arrastraron a sus estatuas, los moáis. El año pasado, en un estudio de agrimensura, la física turinesa Amelia Sparavigna divisó en las cercanías del lago Titicaca (Bolivia-Perú) geoglifos con formas de pájaros y serpientes que evocan a las figuras de Nazca.

“Google Earth ha democratizado el acceso a la observación de la Tierra. Y si bien muchas veces los hallazgos suelen resultar un fiasco, hay algunos interesantes”, reconoce Vicent. ¿Ha sonado la hora de los arqueólogos espontáneos? El experto del CSIC no lo cree: “Una cosa es interpretar fotografías aéreas y otra muy distinta procesar imágenes, sobre todo las de fuera del espectro visible. Hay que tener presente que en muchos casos no se ven los yacimientos, sino la vegetación que los recubre, y determinar lo que esta oculta requiere los conocimientos de grupos interdisciplinares”.

Sofisticados radares

Las imágenes infrarrojas o ultravioleta, provengan de Google Earth u otras fuentes, escudriñan con eficacia las regiones húmedas o boscosas, mientras en desiertos y llanuras desnudas funciona mejor el radar. Concebido con fines militares, este aparato emite pulsos de radio que rebotan contra un objeto estático o móvil y, a partir del eco generado, producen gran cantidad de información acerca de la superficie y el subsuelo.

Una variante, el radar de apertura sintética, puede embarcarse en satélites y aviones. Capaz de “ver” a través de las nubes y el polvo, genera mapas topográficos de gran resolución. Su empleo resultó clave en el hallazgo de Xucutaco-Hueitapalan, la legendaria Ciudad Blanca de Honduras. Protegida de los conquistadores por una selva impenetrable, la urbe precolombina fue abandonada por sus habitantes y cayó en el olvido. Las imágenes de los satélites JERS-1 y ERS-2 allanaron su localización, y en abril de 1999 una expedición encontró sus ruinas donde el radar la había situado.

Otra modalidad muy empleada en pesquisas arqueológicas es el radar de penetración terrestre, o georradar. El dispositivo lanza pulsos electromagnéticos contra el suelo y su eco dibuja un retrato fiel de los objetos enterrados. Trabaja con eficacia en suelos arenosos y uniformes, como los que se extienden al noroeste de El Cairo. Allí, el año pasado, el equipo austriaco de Irene Fortsner-Müller visualizó una metrópolis que podría ser Avaris, la capital de los hicsos que gobernaron Egipto entre los siglos XVII y XVI antes de Cristo. “Las imágenes tomadas con el radar muestran una ciudad subterránea completa, con sus calles, casas y tumbas, dándonos una visión general del esquema urbano”, comentó el jerifalte máximo de la arqueología egipcia, Zahi Hawass.

Métodos geofísicos

Más versátil que el georradar es el sensor de calicateo electromagnético. De apenas tres kilos de peso, un investigador lo lleva consigo mientras camina por suelos mojados o cubiertos de vegetación. Mediante la generación de un campo electromagnético que interactúa con el terreno, mide su conductividad eléctrica y por ese medio localiza anomalías que sugieren la presencia de estructuras enterradas. “Combinado con un GPS, nos permite sondear 5.000 metros cuadrados de terreno en un solo día”, explica Óscar López Jiménez, director del laboratorio de arqueogeofísica de la consultora Gipsia, que practica prospecciones en bienes patrimoniales. “Sus datos condujeron al equipo de la Universidad de Alcalá de Henares al poblado calcolítico de Valle de las Higueras (Toledo); un asentamiento del III milenio antes de Cristo del cual no subsiste ninguna estructura. La pista nos la dio la ‘huella electromagnética’ de la tierra apisonada por sus primitivos moradores”.

Otro método geofísico, la tomografía eléctrica, hace la “radiografía” de un yacimiento a partir de la reacción de sus componentes a la corriente transmitida por electrodos implantados en el terreno. “Con ella levantamos en Atapuerca un mapa de galerías subterráneas con sedimentos que pueden contener restos humanos y animales que orientará las futuras excavaciones”, explica Aracil. “Los equipos de prospección mediante tomografía eléctrica, por lo general, trabajan con rapidez y alcanzan una mayor profundidad de investigación que un equipo de georradar”, compara el geólogo, “y sus imágenes suelen ser más fácilmente interpretables que las de un georradar”. Con este instrumento, los expertos de AGS, en colaboración con el Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC), identificaron cuevas con asentamientos prehistóricos en la república caucásica de Alto Karabaj y trazaron planos del subsuelo de Clunia Sulpicia, la antigua ciudad romana próxima a Aranda del Duero.

Los arqueólogos beneficiados por este abanico de herramientas no ocultan su entusiasmo. “Hasta fines de los años ochenta debíamos levantar la cartografía en el propio terreno, a mano y con ayuda de un teodolito. Ahora, además de ahorrarnos ese trabajo, podemos disponer de modelos tridimensionales de un posible yacimiento. Si entonces me lo hubieran contado, me habría sonado a ciencia-ficción”, expresa Vicent. “Es una revolución en el plano cuantitativo, ya que se producen más datos, y en el cualitativo, pues ha acelerado el giro interdisciplinar de la arqueología”.

Otras técnicas de diversa índole (sísmicas, hiperespectrales…) se hallan en fase de pruebas. Previsiblemente, aguzarán todavía más la “visión” de la arqueología no intrusiva. “Estamos en los inicios de una revolución”, precisa López Jiménez, quien de todos modos reconoce que “hace falta refinar los modelos y, sobre todo, mejorar nuestra comprensión de la información que nos proporcionan”.

Dinero y teorías

El panorama no se presenta tan halagüeño en cuanto al acceso a esos recursos por la arqueología española. “Nuestra disciplina posee nivel europeo, pero nuestra infraestructura es bastante limitada. No se incentiva la incorporación de esas aplicaciones a los laboratorios”, critica Vicent. “El reto pasa por generar una inquietud que valore nuestro pasado y promueva la aplicación intensiva y sistemática de estos instrumentos en los yacimientos más relevantes”, propone Aracil. López Jiménez coincide: “La implantación de las técnicas es marginal, en parte debido a la falta de fondos de los equipos científicos. Más proclives a emplearlas se muestran empresas como Renfe Adif, abocadas a excavar en terrenos de interés arqueológico, ya que ellas acortan sensiblemente la duración de los estudios de impacto patrimonial”.

Pero la técnica no tiene la última palabra, advierte el experto del CSIC. “Por decirlo con una frase de cine, todo esto no sirve de nada sin ‘la fuerza’, es decir, sin una teoría. La mirada al pasado de la arqueología remite a teorías históricas y a filosofías sociales, y los datos que aportan las tecnologías enriquecen nuestros debates teóricos, a los cuales se subordinan”. Con igual rotundidad, Vicent describe las sinergias entre viejos y nuevos métodos: “Las búsquedas se han facilitado, sin duda; ahora recorremos el campo con un GPS y un ordenador portátil, pero luego tendremos que excavar y limpiar. Pese a los avances, seguimos metidos en un agujero con un pincel”.

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