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ENERGÍA NUCLEAR

Valdecaballeros, la nuclear del nunca jamás

La central, que no entró en funcionamiento, costó 400.000 millones, que hoy se transforman en chatarra

Ya se ha ido Míster Marshall, definitivamente, de la Siberia extremeña, una región fascinante por su belleza natural, estremecedora por su historia y por la dureza de la lucha por la supervivencia de sus habitantes. En Valdecaballeros, ahí donde caen sobre Extremadura las estribaciones de los montes de Toledo y donde circulan al atardecer casi más jabalíes y venados que coches, tuvo una muy breve bienvenida a finales de los setenta ese benefactor del gran capital megaeléctrico de la energía nuclear. Se fue hace tiempo. Y ahora se desguaza su último legado. Creó inmensas expectativas para esta zona remota en todo sentido, fraguó desastres y ruinas económicas. Ahora, todo aquel sueño de prosperidad a cambio de un riesgo incierto es chatarra que se acumula en un recinto que a muchos será por siempre sospechoso.

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Después del decretado cierre de la central nuclear no ha habido iniciativas más allá de las de algún empresario de pocos escrúpulos y nefastos hábitos de pago. Lo único que les faltaría a los habitantes del maltratado Valdecaballeros sería que, como no quieren desmentir en el Foro Nuclear, se les instalara en el recinto de la central un cementario nuclear. Eso si que sería Fuenteovejuna, por cierto no muy remoto.

La Central Nuclear de Valdecaballeros está acabando ya de ser desmantelada, descuartizada por los sopletes industriales que silban como cuchillos de fuego por un escenario de apariencia irreal. En los pasillos y profundos pozos del monstruo de hormigón que iba a suponer la triunfal irrupción de la tecnología americana de Westinghouse en la dehesa y los encinares resuenan como alaridos los impactos de planchas de acero de toneladas que caen decenas de metros desde sus orgullosas posiciones de elementos industriales a su miserable postura actual de masa de chatarrería.

El protagonista en aquel inmenso recinto industrial, a 14 kilómetros del pueblo de Valdecaballeros con sus cerca de 1.400 habitantes, es hoy, sin duda, el soplete. El manto del reactor está ya cortado en porciones como si de mantequilla se tratara. 'Chatarra, aquí lo que vale es la chatarra', dice uno de los encargados de la seguridad que se siente más inseguro que nadie. 'Cuidado, cuidado, puede caer algo y cuidado con donde pisan, ya saben cómo pueden ser aquí los agujeros'. Los huecos son simas en el hormigón cuya profundidad parece infinita. Las chispas vuelan, las piezas caen, las tuberías crujen. En ninguna obra parece más justificado, al tiempo que inútil, el casco protector.

Esto no es una de esas inauguraciones de metro madrileño, en las que todo visitante combina con coquetería el casco con la corbata. Aquí las piezas de acero cortante, muchas de toneladas, tienen alas y rugen, rebotan contra los muros de hormigón y chocan con superficies de cemento armado por unas barras de ferralla de casi seis centímetros de grosor. Todas las medidas de seguridad parecen pocas. Destruir este coloso de hierro y hormigón es más peligroso que construirlo. Cinco mil obreros lo erigieron, apenas cien lo desmontan. Dentro de unas semanas habrá tan sólo algún guarda jurado. Si acaso.

El gran donador nuclear, la compañía creada por Sevillana de Electricidad e Hidroeléctrica, después Iberdrola, para construir la central nuclear de Valdecaballeros, apareció en la Siberia sin que nadie lo invocara, allá a principios de los setenta. Era un poder pletórico de generosidad interesada, que se decía dispuesto a acabar con los desprecios históricos a una tierra olvidada en la España profunda como es la Siberia extremeña. Muchos lo creyeron y algunos aún creen hoy que así habría sido si no hubieran mediado intereses políticos ajenos a la zona. Trajo dinero e ilusiones a raudales. Suficientes para enloquecer a algunos y entusiasmar a todos. Y condenar a varios.

Hoy, el gran dios de la prosperidad está siendo desmantelado por un pequeño comando de gentes con cascos y pantallas oculares que saben en su mayoría que cuando acaben este trabajo no tendrán otro. Están cortando su propia continuidad laboral y se resignan. Caen las planchas de acero supuestamente indestructibles que iban a domesticar a un uranio que nunca llegó, siguiendo en su vuelo hacia el abismo a las esperanzas de tanta gente que creyó que la era nuclear, la épica de las eléctricas, sustituiría a la de la reconquista o la conquista de América que abrió vías de huida de la miseria. Los extremeños están demoliendo un proyecto en el que algunos creyeron tanto como en Eldorado, pero que todos saben defenestrado. El sueño se acabó. Los espectaculares riscos sobre el pantano, las dehesas y los alcornocales extremeños no van a ser ni San Francisco ni el Silicon Valley. Ni a muy largo plazo.

Valdecaballeros es un pueblo lejano. Está en España pero casi nadie lo sabe. Tiene un entorno de espectacular belleza y los brazos del pantano García de Sola parecen imágenes de Noruega o Finlandia. Habitan allí buitres leonados, garzas reales y cigüeñas comunes y negras, jabalíes, venados y corzos, jinetas, nutrias y lechuzas que parecen saludar al conductor mientras gozan del calor del asfalto. La tranquilidad de la fauna es explicable. No hay nada, salvo monterías en invierno, que la moleste. Es un pueblo pobre y pequeño que pocos conocen y casi nadie recuerda fuera. Les cortaron una carretera con el pantano allá bajo el franquismo y se les olvidó durante lustros hacerles otra decente. No importaba. Una vez reprimido el maquis en la región, ésta dejó de existir para las autoridades. Se consideraba que quien no emigrara de allí era poco menos que adicto a la pobreza.

Desde que en el siglo XI fuera fundado como avanzadilla cristiana frente a la línea defensiva musulmana en el Guadiana, sus gentes, que se llaman Valmorisco o Abril, Sierra o Sánchez, han vivido todas las durezas de la existencia que puedan encontrarse en un manual. Entonces tenían encomendado avanzar posiciones si la España árabe se retiraba y habían de refugiarse en Talavera si la suerte de la guerra era contraria. Como en Castilblanco o Guadalupe. Siempre estuvieron, se supieron, solos. Sus habitantes son conscientes de ello. 'Sólo estamos cerca de nosotros mismos', suelen decir. Durante la larga Reconquista, bajo el feudalismo clerical posterior, con el brutal caciquismo del XIX, en una guerra especialmente cruel aquí, durante el franquismo, pero también en democracia, siempre solos y olvidados. El hospital más cercano está en Don Benito, a 100 kilómetros de distancia. La alternativa, cuando existe, es Talavera de la Reina, a 130. 'Si tienes algo leve, espera a que se te pase. Si es grave, reza por que llegue a tiempo la ambulancia o el helicóptero'.

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