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Tribuna:25º ANIVERSARIO DEL PAPADO DE JUAN PABLO II
Tribuna
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Santas y excluidas

En algún momento de su vida las mujeres han reflexionado sobre la tradición religiosa a la que culturalmente pertenecen, bien para conocerla mejor y afirmarse en sus creencias, bien para rechazarla. Las que pertenecemos a la corriente cristiana de denominación católica nos hemos puesto a pensar, desde nuestras conquistas económicas, sociales y políticas, sobre el lugar que ocupamos en esa Iglesia, y nos encontramos con algunos problemas, que se han visto agudizados durante el pontificado de Juan Pablo II.

Con motivo de la beatificación de la Madre Teresa de Calcuta, he repasado la biografía de las mujeres que han obtenido el grado de beatas o santas (alrededor de sesenta en este periodo). Todas ellas ejemplifican perfectamente el rol que se nos adjudica: ser sensibles a las necesidades de los sectores más débiles de la sociedad y dar respuesta concreta y práctica a los problemas inmediatos allí donde no llegan las instituciones públicas; ser mujeres orantes, para quienes la dimensión espiritual constituye la fuente de sus propuestas sociales. Echo de menos, sin embargo, a mujeres que han asumido su compromiso social más allá de lo asistencial y que han empeñado sus vidas, incluso sufriendo el martirio, en transformar estructuras sociales y políticas que son el origen de las desigualdades.

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Podemos comprobar, buscando en las genealogías de nuestras antepasadas cristianas, que tampoco pueblan los altares mujeres que han hecho su propia reflexión teológica, poniendo de manifiesto el androcentrismo antropológico de la teología patriarcal dominante. Muchas de ellas monjas, beguinas o seglares independientes, dedicaron su vida a la búsqueda de nuevos caminos de espiritualidad; desde sus experiencias como mujeres, denunciaron la corrupción del clero y cualquier forma de devoción meramente externa, a la vez que proclamaban su ilimitado amor por Dios con un lenguaje sensual acompañado de representaciones llenas de fantasía que rompían las barreras morales de su momento histórico.

Para ellas, como para muchas de nosotras, el cuerpo de las mujeres es un lugar teológico desde donde repensamos nuestra fe. Sin embargo, para la institución católica nuestro cuerpo es el obstáculo para acceder a los ministerios ordenados, ya que él no representa a Cristo. La prohibición se sustenta en dos pilares: a) la mujer no es vir (varón) y, por lo tanto, en función de su sexo, no puede representar a Cristo, que fue varón, lo que supone una discriminación en función del sexo, y b) en una interpretación restrictiva de la Tradición, que reduce el grupo de los seguidores y seguidoras de Jesús al círculo de los Doce, sin tener en cuenta, primero, el discipulado igualitario del movimiento de Jesús y, después, la comunidad cristiana a la que se incorporan en igualdad de condiciones hombres y mujeres a través del bautismo, que es un sacramento inclusivo y no excluyente.

Juan Pablo II, en su carta del 22 de mayo de 1994, Ordinatio sacerdotales, afirma: "... declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia". Con esta contundencia se quiere cerrar el debate que, sin embargo, está más abierto que nunca con las últimas ordenaciones de siete mujeres como sacerdotes (29-6-2002) y dos obispas (26-6-2003). Éstas fueron ordenadas en un barco de vapor en el Danubio, entre Passau y Linz (Austria) por obispos católicos.

La masculinidad de Jesús es usada también para reforzar una imagen patriarcal de Dios. Si Jesús es hombre, y como tal revelación de Dios, entonces hay que deducir que la masculinidad es una característica esencial del propio ser divino. Por esto, los hombres, gracias a su parecido natural, gozan de la capacidad de identificarse más con Cristo que las mujeres, y tienen la capacidad de representarle. Sin embargo, el credo Niceo-constantinopolitano afirma et homo factus est, usando el término inclusivo homo, no el término vir que usan tanto el catecismo de la Iglesia católica (Nº 1.577) como el Derecho Canónico (Can. 1.024).

Nos encontramos así con una antropología que valora negativamente la sexualidad, raíz del celibato obligatorio en los sacerdotes y motivo por el que las mujeres son separadas de lo sagrado, al tiempo que la imagen masculina de Dios justifica una concepción jerárquico-patriarcal de la iglesia católica (kiriarquía).

Es así como las mujeres tenemos vetado el acceso al poder y no podemos participar en las decisiones que en muchas cosas, como la moral sexual, nos afectan directamente. El poder sobre los cuerpos (sea éste un trozo de pan, un niño/a, una mujer, un salario, un espacio natural) sigue siendo una prerrogativa masculina y el origen de la violencia de género. Por esto, seguir planteando esta vindicación de manera teórica y práctica es una forma de quebrar el patriarcado eclesial.

Margarita Pintos de Cea-Naharro es teóloga

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