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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Ver lo que nos sale a cuenta

Los beneficios socioeconómicos de la salud pública son reales, generales, a largo plazo, pero difíciles de cuantificar y, a menudo, invisibles. Hay que dar mayor valor a estas inversiones

En medio de la crisis brutal que nos golpea existe un clamor a favor de otras formas de vida y en su núcleo -en el corazón del clamor, en las raíces de la crisis- hay un vacío incomprensible: nadie habla en verdad de nosotros mismos. Aunque los más valientes luchan por preservar la justicia, la libertad y el medio ambiente ante la vorágine obscena de las finanzas tóxicas, casi nadie se ocupa de visualizar, cuantificar y promover los inmensos beneficios que para las personas tienen miles de actuaciones sensatas, que en parte ya existen, y cuyo despliegue supondría dotar de mayor vigor a nuestras democracias, a nuestro capital humano y ambiental, y a la salud de millones de personas. Expertos de toda índole discuten reformas en el sistema financiero global, en nuestros frágiles sistemas de bienestar y otras 100 ideas encomiables... Y nadie contabiliza o ve -porque son invisibles a primera vista- otro tipo de acciones profundamente beneficiosas: las que producen los sistemas de salud pública. No de la voraz medicina en la que derrochamos ingentes recursos, sino de la verdadera salud pública, la que cotidianamente cuida qué respiramos, bebemos y comemos, cómo trabajamos, nos movemos y convivimos.

Casi nadie ve a la salud pública como un sector de inversión y de creación de riqueza
¿Por qué no crear negocios que actúen sobre las causas de enfermar y rindan beneficios?
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Puesto que las causas de nuestros estados de salud son socioeconómicas, ambientales y culturales, ¿por qué apenas nadie crea modelos de negocio que actúen sobre esas causas y rindan auténticos beneficios sociales y empresariales? ¿Cómo es posible que el proyecto de Ley de Economía Sostenible no vea que la salud pública es un sector económico que crea empleo y riqueza? Cierto que así lo aprecia el anteproyecto de Ley de Salud Pública que acaba de aprobar el Gobierno, pero las sinergias entre ambas leyes están por diseñar. Incluso el excelente informe Empleo verde en una economía sostenible, de la Fundación Biodiversidad, aunque menciona algunas actividades de salud pública, no integra al sector como tal ni cuantifica sus beneficios para la salud y la economía (ni en términos clásicos ni en los parámetros más novedosos que esbozo a continuación). No es por tanto un descuido que reprochar al Gobierno, sino el reflejo de un olvido tan clamoroso como silencioso -nos olvidamos de nosotros mismos-, y de ese "olvido" todos los ciudadanos somos en alguna medida responsables.

¿Absurdo? Sí y no. Existen, claro, poderosas y caducas razones: nuestros hábitos individuales y colectivos (en consumo, residuos, transporte), la renuencia de la economía convencional, los grupos de presión, los políticos inmovilistas y, en fin, las negligentes políticas públicas y privadas que eligen no visualizar los muertos, el sufrimiento y el gasto sociosanitario que las componentes más obsoletas de nuestro modelo de desarrollo contribuyen a causar. Cierto que siempre nos ha costado apreciar lo que va bien, lo que en silencio se hace bien. Hay pues más razones: los beneficios de los sistemas de salud pública son a menudo invisibles, cotidianos, generalizados y a largo plazo. De modo que no se contemplan en la esclerótica contabilidad al uso ni en nuestros sistemas de valores.

Pero son reales. Esos beneficios atañen a veces a la esencia misma de la condición humana: a nuestra capacidad cognitiva, por ejemplo. Entre 1976 y 1991, el plomo prácticamente desapareció de la gasolina utilizada por los coches en Estados Unidos, a lo que pronto siguió un drástico descenso en las concentraciones atmosféricas de plomo que se respiraban en vastas zonas del país. Son hechos bien cuantificados, como lo es -pero casi nadie lo sabe- que pronto descendieron las concentraciones sanguíneas de plomo de la población norteamericana; en los niños de entre 1 y 5 años disminuyeron un 80%. Pero hay más, pues la contaminación interna por sustancias tóxicas como el plomo, el mercurio y ciertos policlorobifenilos es un condicionante probado de la inteligencia. Así, a finales de los años noventa el promedio del coeficiente de inteligencia de los niños norteamericanos en edad preescolar era entre 2,2 y 4,7 puntos más alto (en una de las escalas en que se mide) que dos décadas antes. Sí, los niños sin plomo en las venas y el cerebro son más inteligentes y tranquilos. ¿Cómo medimos y, por tanto, ayudamos a visualizar e interiorizar los ingentes beneficios que ello supone?, ¿en términos de rendimiento escolar, concordia familiar, delincuencia... productividad? Pues bien, economistas y epidemiólogos americanos cuantificaron entre 110.000 y 319.000 millones de dólares anuales la ganancia que ha supuesto el aumento de la inteligencia de los niños por el descenso de sus niveles de plomo... solo en términos de mayor productividad. De modo que primero se aplicó una intervención industrial, ambiental y de salud pública de gran calado, un ejemplo fantástico de "salud en todas las políticas". Y a continuación se consiguieron mejoras en la salud, la calidad de vida y la economía. Muchos de estos beneficios siguen sin cuantificarse, sobre todo los que más atañen a la justicia ambiental y a la capacidad de desarrollarnos como personas y sociedades.

¿Son esos beneficios (cognitivos, sociales, culturales, morales, ambientales... económicos) inevitablemente invisibles? En absoluto. Basta mirar -es solo otro ejemplo- a la curva de muertos en la carretera las últimas décadas y pensar cómo sería si no hubiésemos cambiado ciertos valores, políticas y conductas: tendríamos miles de muertes más, de devastadores desgarros más. ¿Quién se apunta a cuantificar esos costes humanos y los ahorros logrados? O podemos pensar en el agua que bebemos del grifo y en la correspondiente planta potabilizadora: exige tecnología, innovación, inversión, espíritu de empresa, capital humano, impuestos, inspecciones, conciencia ambiental, civismo... Rinde legítimos beneficios a las empresas, visibles. Y como bien publicita una multinacional química, la causa es invisible, pero el efecto es visible; y al revés. Cuando se ha mirado, la tasa de retorno social del agua limpia se ha estimado en cientos de millones de euros. Pura economía sostenible.

Solo dos ejemplos más. Estudios epidemiológicos efectuados en España en centenares de recién nacidos han visto que un 70% de las muestras de sangre de cordón umbilical presentan una concentración de mercurio superior a la recomendable. Investigadores noruegos calculan que reducir la impregnación humana por mercurio conllevaría beneficios económicos de miles de millones de euros cada año, contando solo los correspondientes al aumento de la inteligencia. Si además se contabiliza la prevención de muertes prematuras, los beneficios se multiplican por siete. A lo que hay que añadir los dividendos ambientales. Cuán atractivo y complejo es todo ello, queda claro en el análisis de los beneficios que conllevaría mejorar la calidad del aire en el área metropolitana de Barcelona: reducir la exposición a algunos contaminantes a los valores recomendados por la Organización Mundial de la Salud ahorraría cada año 3.500 muertes, 1.800 ingresos hospitalarios por causas cardiorrespiratorias, 5.100 casos de bronquitis crónicas en adultos, 31.100 casos de bronquitis agudas en niños y 54.000 crisis asmáticas. Los beneficios económicos serían de 6.400 millones de euros por año. Con toda probabilidad, esta "evaluación del impacto en la salud" infravalora los beneficios. ¿Cuál es el problema? Que debemos cambiar modelos de transporte y hábitos cultural y económicamente muy arraigados.

Si queremos realmente vencer a la crisis no podemos volver a lo de siempre, a más de lo mismo ¿No es obvio? Para superar las causas de la crisis debemos mirar y valorar mejor lo que se hace bien; en particular, las políticas, servicios y productos que realmente rinden beneficios a las personas y comunidades. Cuantificar y explicar mejor los costes y beneficios humanos, sociales, culturales y económicos de las inversiones en salud pública y medio ambiente (y en educación, salud laboral, agricultura ecológica, energías renovables, movilidad) dará más visibilidad a esas inversiones. Les dará más valor. Reforzará a las organizaciones ciudadanas, empresas y administraciones más innovadoras y fuertes ante el clientelismo cortoplacista y consumista. Y nos dará más confianza para seguir poniendo en práctica otros modelos de desarrollo, otras formas de vivir. Pues cuando lo miramos, sale a cuenta.

Miquel Porta Serra es investigador del Instituto Municipal de Investigación Médica y catedrático de Salud Pública de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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