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Columna
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Fumadores pasivos

La OMS ha pedido a España que prohíba de una vez fumar en los espacios públicos cerrados. Lo hace ante el fracaso evidenciado por la ley vigente. Una ley de medias tintas que reguló de forma compleja, ambigua y poco eficiente el consumo de tabaco en bares, restaurantes y discotecas. El legislador olvidó que fumar es una adicción y como tal quienes la padecen terminan imponiéndose a los fumadores pasivos. Nunca ha habido tanto humo en los bares como lo hay ahora, nunca los que no fuman se han sentido tan desamparados en ellos.

El sector de la hostelería se puso mayoritariamente de parte de los fumadores por entender que quienes no fuman tragarían humo sin rechistar con tal de evitar un mal rollo con sus amigos adictos. En eso acertaron, son pocos los que están dispuestos a discutir con los colegas que fuman para elegir un local libre de humo. Esa dictadura del "no te importa que fume" es la que tiene que acabar.

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Resulta indecente que aquellos que padecen asma o cualquier dolencia respiratoria se vean excluidos y marginados por quienes contaminan los espacios públicos cerrados para satisfacer su adicción. Lo mismo puede decirse de quienes no soportan las atmósferas cargadas o ese olor nauseabundo que se pega a la ropa. Una realidad incuestionable que no quieren ver quienes invocan la sacrosanta libertad demonizando el prohibicionismo. Libertad para fumar donde les venga en gana olvidando los vetos que su humareda impone. Algunos llegan al paroxismo al afirmar que, si prohíben fumar en los bares, habría que prohibir el alcohol que también hace daño. Argumento deliberadamente tramposo.

Un individuo puede meterse mil copas sin dañar en lo más mínimo el organismo de quienes lo acompañan. El fumador en cambio sí hace daño. Los médicos calculan que unas 3.000 personas mueren cada año en nuestro país a causa del tabaco sin haberle dado una sola calada a un cigarrillo. Unos 3.000 fumadores pasivos que dejan de vivir porque no pudieron evitar tragarse el humo de otros. Esa tremenda cabronada es la que convierte en escandaloso el lenguaje argumental de la industria tabaquera sobre cuyas presiones advierte ahora la OMS.

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No hace mucho la jefa de una gran multinacional del tabaco manifestaba a este periódico su rechazo a las legislaciones que "atacan a los fumadores y minan nuestras libertades comerciales". Sin rubor alguno, esta señora de cuyo nombre he querido olvidarme, reconocía haber escrito al presidente del Gobierno para interesarse por los miles de empleos que, según ella, la nueva ley antitabaco haría perder en la hostelería. Acompañaba esas declaraciones con su impúdica convicción de que, tras un descenso inicial por la prohibición, las ventas de tabaco se irían recuperando porque "el efecto negativo es gestionable". Un pronóstico optimista que curiosamente no le dedicaba a los hosteleros de los que tanto parecía preocuparse. Tal vez apoye su optimismo en el hecho de que, a pesar de la supuesta "estigmatización" a la que a su juicio se somete a los fumadores, el número de adictos haya crecido en España en el último año. Todo parece indicar que su "éxito" lo han logrado gracias a las mujeres y muy especialmente a las adolescentes.

La industria confía en sus estrategias para captar nuevos clientes. Clientes que después han de hacer un esfuerzo ímprobo para desengancharse. Solo el 10% de quienes intentan vencer la adicción por sí mismos lo consigue.

La tentación está siempre demasiado cerca, especialmente para los que alternan con amigos fumadores en bares y discotecas. Con todo, hay quienes logran dejarlo hartos de toser, de la aparición de arrugas prematuras, del mal aliento o el alquitrán en los dientes. También de los 1.200 euros que por término medio les cuesta cada año quemar tabaco. Pero lo más terrible es tener que dejarlo por escuchar un diagnóstico aterrador. Para esos, la nueva ley antitabaco llega demasiado tarde.

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