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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El desafío de Garoña

El cierre de la nuclear carece de razones económicas o industriales; es un reto político

El cierre de la central nuclear de Garoña, decidido por la empresa Nuclenor (propiedad de Iberdrola y Endesa) en contra de los deseos del Gobierno muestra con toda claridad la inconsistencia de una política energética incapaz de superar el desafío implícito de las compañías propietarias contra los impuestos aprobados en la reforma elaborada por el Ministerio de Industria. Recuérdese, para entender en toda su importancia el desaire que supone el cierre de Garoña, que el PP, desde la oposición, hizo bandera política de la reapertura de la central; que después de las elecciones se dio un plazo hasta septiembre de este año para solicitar la prórroga de funcionamiento de la central, ignorado por Nuclenor; y que el domingo continuó la estrategia de la empresa propietaria con el inicio de la desconexión de la central.

Se mire como se mire, la decisión de Nuclenor es un desafío a la reforma energética del ministro Soria que, entre otras decisiones, gravaba con una carga impositiva de 2.190 euros cada kilogramo de uranio quemado por una nuclear. El caso de Garoña refleja por una parte la incapacidad del Gobierno, como regulador, para imponer sus tesis a los regulados (las empresas) y la irracionalidad latente de la política energética seguida hasta ahora. En términos de suministro de electricidad apenas tiene importancia, porque su producción no es decisiva y menos en un periodo de hundimiento de la demanda.

No hay lógica económica, financiera e industrial en la decisión de Nuclenor. Garoña es una instalación sobreamortizada (funciona desde 1971) y las cargas impositivas aprobadas por el Gobierno podían ser perfectamente trasladables a los precios finales del kilovatio. Precisamente esta traslación a los precios que paga el usuario es lo que convierte la reforma energética en otro paso más para cargar el déficit de tarifa sobre los bolsillos de los ciudadanos y elimina cualquier ilusión de reparto equitativo entre usuarios y empresas.

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Por estas razones, el cierre de Garoña no tiene argumentos estrictamente económicos; la relación anunciada de aumentos de costes (impuestos y efecto Fukushima) en relación con los beneficios esperados de Garoña tropieza con la dudosa credibilidad de las cuentas ofrecidas por las compañías. Se trata de un desafío político de las empresas, que exigen la rectificación de la reforma energética y probablemente la concesión de otras ventajas regulatorias a Garoña y al resto de las nucleares. El desafío puede tener consecuencias graves a medio plazo si el Gobierno no sabe o no puede imponerse. La oferta energética española no puede prescindir a medio plazo de una producción nuclear estrictamente controlada. No se trata tanto de construir más grupos nucleares, cuyo coste no puede ser soportado por las eléctricas y menos en una fase de depresión económica y caída de la demanda, sino de mantener en funcionamiento los reactores construidos y amortizados.

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