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Anatomía del nuevo poder

Silicon Valley ha generado una de las nuevas élites más temidas. Las empresas tecnológicas concentran grandes negocios mundiales y ocupan lugares de influencia generalmente reservados a financieros sin escrúpulos Entramos en los despachos de los talentosos herederos de Steve Jobs y Bill Gates. Entre sus valores: dotes visionarias.

Jesús Ruiz Mantilla
ANNA PARINNI

En mitad de esa trama con vocación de película de espías, en la que aún resta conocer el final, hubo una revelación de Edward Snowden que reflejaba más que otras el tiempo en que vivimos. El antiguo agente de la National Security Agency (NSA), acuciado y amenazado por las presiones, revelaba al diario británico The Guardian que el Gobierno de Estados Unidos había pagado millones –sin especificar cuántos– a varias empresas tecnológicas para que desarrollaran su programa estrella Prisma. El espía arrepentido señalaba a Google, Facebook, Microsoft y Yahoo como artífices de las herramientas desarrolladas para realizar una red masiva de escuchas a nivel global. De pronto, algo quedaba en evidencia. El papel de las empresas tecnológicas ya no era una tendencia emergente. Se habían convertido en una potencia real, presente y fáctica: en el nuevo poder. Entre los ingredientes de su éxito destacan, como nos dirán más adelante en las altas esferas de uno de los epicentros de ese poder, una alta tolerancia al fracaso y el constante deseo de probar algo diferente.

A lo largo del final del siglo XX y en lo que llevamos del XXI, la tradicional concepción abstracta, oscura y enigmática que el viejo mundo tenía del poder se ha transformado en algo diferente. No ha sido un proceso lento. Al contrario. Ha resultado vertiginoso y ha ido unido al desarrollo de la nueva realidad centrada en Internet. La metamorfosis debe entenderse desde el paradigma de una nueva mentalidad. Una visión con rasgos generacionales que ha impuesto un modelo adelantado, cotidiano, influyente. Una dinámica que ordena, modera, alienta y transforma nuestras vidas como pocas veces antes había ocurrido.

Sus protagonistas tienen nombres y apellidos. No solo han perfilado el presente hasta el punto de destruir las convenciones y los usos del pasado tanto en el tejido de la economía como en la política o en la propia intimidad de nuestras vidas, sino que trabajan de manera visionaria y con planes concretos en lo que será el futuro. De los herederos en Apple de Steve Jobs a Larry Page en Google; de Bill Gates, creador de Microsoft, a Mark Zuckerberg desde Facebook; de Jeff Bezos mediante Amazon a Marisa Mayer, la mujer fuerte de Yahoo… Muertos algunos, jubilados o retirados otros en pos de la filantropía, en plena acción los más jóvenes nacidos apenas en los ochenta o mitad de los setenta, el mundo de hoy vive pendiente de sus invenciones, sus propuestas para facilitarnos o influir en nuestras vidas con la potencia de sus luces y la frialdad de sus sombras.

Casi todos ellos han desarrollado un centro de operaciones global en Silicon Valley. El valle, lo llaman. Ese lugar bañado por el sol de California a escasos kilómetros de San Francisco y con el apoyo constante de sus universidades, algunos lo ven como la Roma moderna. Sin complejos. Es el caso de Bernardo Hernández, director de Flickr.com. El español con más influencia en dicho ambiente tras su paso por Google como director de producto, nacido en Salamanca en 1970 y con experiencias pioneras en España creando empresas tecnológicas modélicas como idealista.com o Tuenti, constata la evidencia. “No puede ser de otra manera: es la Roma, el Versalles o el Buckingham Palace de la era Victoriana. ¿Cómo quieres que no lo sea? Crean productos que afectan a millones de personas de todo el mundo. Y lo hacen desde aquí”.

Hernández sigue muy de cerca a sus actores principales. Ha trabajado codo con codo con Larry Page en Google y ahora es hombre de confianza de Marisa Meyer en Yahoo. Departe, conversa, crea en constantes tormentas de ideas a su lado. Los conoce, los admira, los trata con confianza. Observa cómo a cada paso el valle y sus alrededores se llenan de potencial humano importado de todo el mundo y cómo allí se gana dinero sin dejar muchas deudas. “Los agentes inmobiliarios me aseguran que el 75% de las casas se pagan al contado”.

Dentro de esa burbuja en la que el talento se demuestra con una atinada pero eficaz manera de probar dotes visionarias, Hernández se siente a gusto pese a la nostalgia de querer vivir en España. Su deseo tendrá que esperar: “Cuando esta generación de personas acceda a los centros de decisión en mi país se va a producir un gran cambio. Pero, por ahora, su entrada en puestos clave sigue muy vetada”. ¿Miedo a lo desconocido, quizás? “El viejo poder no domina las nuevas tecnologías, hay un porcentaje mínimo que lo hace. El miedo es que esa nueva hornada se haya contaminado de la anterior y que cuando se produzca la transformación esperada lleguen con vicios heredados”.

Por ahora, Hernández aguanta en California. Enganchado quizás a un mundo donde se palpa el motor que mueve al resto de la humanidad en la vanguardia con sus vicios y virtudes. “Te haces un poco arrogante con las nuevas tecnologías. Sin duda. Su dominio otorga poder. Te afecta el hybris, ese síndrome de no escuchar a nadie alrededor cuando te sugieren que te equivocas. Pero los dioses castigan si te pasas de listo”.

El valle representa una nueva y amplísima ristra de ocasiones que cuadran perfectamente con la mentalidad de búsqueda y conquista permanente en una sociedad como la estadounidense. Lo llevan en sus genes. Lo agarran sin dejar que se les pase el tren. “Quienes comprenden esos cambios y los gestionan tienen más fácil ese acceso al poder”, asegura Hernández. Pero el propio relato de los principales protagonistas de dicho cambio ya ha dejado constancia de ello. El guionista Aaron Sorkin, todo un experto en los manejos del poder, como demostró en su obra El ala oeste de la Casa Blanca, dibujó un retrato quirúrgico de Zuckerberg en la película La red social. William Isaacson, consentido por el interesado pero muy libre, traza un perfil de Steve Jobs en su biografía fundamental para comprender el alcance de esta generación que ha transformado el mundo. Pinta al creador visionario de Apple en mitad de un cuadro que lo define como obsesivo, insoportable, soberbio, cruel, sensible, histéricamente refinado para el arte pero genial. Jobs sale ganando.

Ellos mismos controlan su propia leyenda a sabiendas de que los claroscuros engrandecen su paso por la tierra más que cualquier rasgo convencional de santidad. Hasta en eso gozan de visión. Porque lo que es de la transparencia que promueven… Más bien cero. Intentar cualquier entrevista con un miembro de Apple en la sede californiana resulta misión imposible. Para Amazon, se resta un peldaño hasta quedar en el muy difícil. Su exposición, a no ser que necesiten vender nuevos productos, es nula. En Google cuesta Dios y ayuda visitar el campus fuera de un programa concreto, pero una vez conseguido un permiso, el tour da de sí.

Google Place, que también cuenta con su producto de propaganda global gracias a la película Los becarios protagonizada por Owen Wilson y Vince Vaughn, salta a la vista como un espacio insólito. Una especie de Disneyworld apartado en un gueto del que sus trabajadores no necesitan salir. Restaurantes con comida gratis, campos de vóley-playa, gimnasios, lavandería, mesas de pimpón y máquinas de marcianitos por todas las esquinas, perros bien domesticados que portan los dueños junto a sus mesas de trabajo, jardines con bancos donde departir, sesiones de meditación, bolera, bicicletas de colores para desplazarse por el campus…

Sunil Chandra, vicepresidente de personal y operaciones de la compañía, comenta los perfiles de la gente que quieren que trabaje para ellos: “Cuando contratamos buscamos a quienes desean crear cosas útiles, personas intelectualmente curiosas, aunque tampoco es fácil predecir cómo quedará el mundo en 20 años. No sabemos cómo va a resultar en cinco, así que menos en dos décadas. No tenemos idea de qué va a ser posible, pero queremos gente lo suficientemente curiosa como para hacer progresar las cosas en el buen sentido, que entiendan el uso de la tecnología como una buena arma para mejorar el mundo”.

Tenemos mucha tolerancia con el trabajo y un interés inagotable por todo lo que se cuece bajo el sol", dice Sunil Chandra, de Google

El tono mesiánico es habitual entre los líderes de Silicon Valley. Cuando Jobs cerraba un acuerdo después de haberse tirado a la yugular de alguien, fuera Bill Gates, Larry Page o alguno de sus competidores a los que abiertamente despreciaba, cerraba la conversación con un: “Gracias, creo que después de esto el mundo es un lugar mejor”.

Ramalazos del mismo idealismo sesentero que le hacía rezar junto a Bob Dylan, adorar a The Beatles, tomar LSD o adscribirse a una dieta vegana que, entre otras cosas, le produjo percances en su cáncer de páncreas por asimilar mal las proteínas, se asentaron en una escala de valores fundamental para redimensionar sus objetivos de la manera más ambiciosa.

¿Se trata de gurús o de empresarios? Una mezcla de ambas etiquetas ayuda a entender esa nueva mentalidad siempre que no quieras indagar en las revelaciones de Snowden. Sobre eso evitan pronunciarse en privado, se cierran en banda, te someten a todo tipo de encuentros previos a ver qué quieres preguntar. No se fían y acuerdan en bloque después posiciones conjuntas pidiendo transparencia a la Casa Blanca en dicha materia para no dar un vuelco a la contundencia de los hechos. Sí abordan el asunto de las mentalidades, aunque Sunil Chandra insiste en su valor alternativo cuando se le pregunta si Silicon Valley puede ser considerado hoy el centro del imperio. “Nunca lo vi de ese modo, sobre todo porque es en perjuicio de los imperios por los que trabajamos”.

Siempre se puede crear uno nuevo para combatir el antiguo. “Dentro de ese espectro, lo que destaco es que, según nuestra forma de hacer las cosas, tenemos mucha tolerancia con el fracaso y un interés inagotable por lo que se cuece bajo el sol. Nos mueve un constante deseo de probar algo diferente. Así lo hicieron nuestros fundadores. Seguían la pauta de ensayar, innovar, no conformarse ni acomodarse, de buscar la grandeza. Eso sí que llena la filosofía del valle”, asegura Chandra. Y en base a ese ideario mueven desde Google a sus 46.000 empleados por todo el mundo y producen unos dos millones de aplicaciones al año basadas en el acceso a la información o ahora en servicios e innovaciones que van desde las famosas Google Glass a un servicio de reparto de compra o el coche robot que tranquilamente te cruzas sin conductor por sus inmediaciones.

Un vehículo de estas características aparca en la sede de Singularity University. Este centro no tiene nada de convencional. Es un auténtico foro apoyado, entre otros, por Google y con cuartel en las instalaciones que la NASA tiene en Silicon Valley. Aquí se da cuenta para alumnos, científicos, empresarios de todo el mundo de los últimos avances en Inteligencia Artificial, Robótica, Biomedicina, Genética…

Sesiones de días enteros donde se muestran invenciones y tendencias. Se abordan temas como el buen porvenir de la salud sexual si se fomenta el uso de robots, todo vale para el debate y la exhibición de avances. “Aproximamos por dónde va el futuro para que las empresas aquí presentes puedan utilizar dichos cambios y posicionarse respecto a los mismos en sus ámbitos”, comenta Rob Nail, su director. Él define Singularity University como una mezcla entre “incubadora y think tank”. Un foro abierto a las motivaciones que dominan en el valle y que, según Nail, se resumen en una: “Poner en marcha las cosas antes de obtener permiso”.

Exponente de esa vanguardia tecnológica aplicada a la vida diaria por medio de las empresas capaces de dar cabida a los cambios que van funcionando, este lugar muestra un lado práctico en connivencia con la desmesurada producción de saber que respira el valle centrado en sus universidades de referencia –de Stanford a Berkeley– y sus empresas punteras. Todos a una. Un sueño ya muy real, que crece y se asienta por el empuje pionero de quienes confiaban en aquella parte del mundo como una reluciente muestra de progreso y que, según Paul Saffo, de la Universidad de Stanford, puede estar en peligro si los Gobiernos limitan el poder de innovación de las tecnológicas. “El porvenir se presenta frágil. Existe una gran pelea por el control de Internet y si los Gobiernos o algunos Estados como China vencen, toda esta creatividad del valle puede verse afectada y hasta irse al carajo”.

¿Pueden por otra parte esas nuevas maquinarias disgregar tanto el panorama hasta producir cierto caos? Moisés Naím, en su reciente libro El fin del poder (Debate), advierte de los riesgos. “El poder se está dispersando cada vez más y los grandes actores tradicionales (Gobiernos, empresas, sindicatos…) se ven enfrentados a nuevos y sorprendentes rivales, algunos mucho más pequeños en tamaño y recursos. Además, quienes controlan las áreas de influencia ven más restringido lo que pueden hacer con ellas”. Así lo apunta quien lo pudo comprobar en su etapa de ministro del Gobierno de Venezuela con cierta capacidad de maniobra al frente de Fomento. Pero menos de lo que la gente, por percepción, imaginaba.

Existe una gran pelea por el control de internet. Si los gobiernos o algunos estados vencen, toda esta creatividad del valle puede verse afectada, afirma Paul Saffo, de la Universidad de Standford

Eso llevó a Naím a sospechar de toda la enorme tendencia de cambio en los equilibrios que se avecinaban a nivel global. Hoy, desde el Carnegie Endowement for International Peace, con sede en Washington, goza de un observatorio bastante privilegiado para certificar sus sospechas. Naím celebra la capacidad real de ciertos grupos o individuos a la hora de detentar parcelas de dominio, pero observa paradójicamente con inquietud cómo ese empoderamiento extendido puede generar una dispersión que provoque caos y tensiones.

Nunca las sociedades vivieron mayores cotas de desarrollo ni democracia. Las autocracias han dado lugar a crecientes sistemas abiertos. Si 1977 vivía el zenit de las dictaduras y su apogeo con 90 países dominados por Gobiernos totalitarios, en 2008, según el Polity Project, estas se habían reducido a 23 frente a 95 democracias y 45 casos intermedios, según refleja Naím en su ensayo.

Pero en cuestiones de detención del poder, algunas cosas siguen igual con la irrupción de esas nuevas marcas con diferente mentalidad en un mundo que antes dominaban centros concretos e identificables. Con visibles matices, eso sí. Hoy, el Gobierno de Estados Unidos o el Vaticano deben abrir hueco a Google o al Partido Comunista de China. Es lo que, según Naím, el pensador Joseph Schumpeter llamaba “la destrucción creativa”. Dicho concepto, manejado por él, se ha cumplido como una lógica normal del capitalismo unido a conceptos como el querer más, la movilidad y una nueva mentalidad que reducen las barreras tradicionales.

Dentro de esos mismos huecos donde se cuelan diferentes manifestaciones, el nuevo poder crea sus anticuerpos. El caso del propio Edward Snowden resulta claro. Un personaje quijotesco que se enfrentó a un dilema moral. Pensó que los principios de la democracia y la civilización occidental se encontraban amenazados por las mismas prácticas de los Gobiernos obligados a poner en valor esos principios, y lo denunció. Lo hizo arriesgando la vida con ello. Sometiéndose a las sospechas de que su asilo, por ejemplo, gracias a Putin, lo puedan convertir, a juicio de medios como The economist, ni más ni menos que en un espía ruso.

Otro anticuerpo interesante es una organización como Change.org. Convertida en la última sensación de la Red con más de cincuenta millones de usuarios y 250 menciones diarias en la prensa de todo el mundo, este sitio web se dedica a montar campañas reivindicativas que afronten problemas locales o globales con eficacia y reviertan. Jen Dulsky es su presidenta. Una mujer que a sus 38 años ya ha pasado también por puestos de responsabilidad en Google o Yahoo dejando patente, como Hernández, esa muestra de desaforada promiscuidad laboral que define también este mundo. Cuando entró en Change.org lo definió como “una empresa tecnológica con alma”. ¿Qué ocurría? ¿Que el resto de las que ella conocía a fondo no la tenían?

Tampoco hay que exagerar. Dulsky confía en la buena voluntad de la gente. “Las compañías están compuestas de personas y allí por donde he pasado, siempre he observado una disposición constructiva y positiva”, asegura. Lo dice en la sede que ocupa toda una planta diáfana en pleno San Francisco y acoge a ingenieros y agitadores con cierto espíritu revolucionario. Es el lugar desde el que se ha conseguido que Gatorade retire en seis meses un compuesto químico cancerígeno gracias a la alerta que dio una adolescente o que los Boy Scouts dejaran de discriminar a los homosexuales entre sus filas. En España, Change.org ha sido decisiva en campañas de desa­hucios y en activar movilizaciones de todo tipo con el trasfondo de la crisis. Lo certifica en su sede de la Gran Vía su responsable en España, Francisco Polo. “Somos una generación de nativos digitales. Hemos entendido cómo funciona el poder en la política, en la economía, y no queremos resignarnos a ser algo que se disuelve dentro de sus intereses. Por eso queremos cambiarlo con técnicas de hacker, generar con ello la reestructuración de las relaciones tradicionales entre ese poder y quienes se ven sometidos al mismo”.

Así es cómo esta página web se ha convertido en la mayor plataforma de peticiones online del mundo. Desde ahí comprueban día a día cómo van acumulando lo que denominan victorias –15 millones en todo el planeta– y han servido desde a la última campaña de Obama hasta a las mayores ONG que se benefician de sus capacidad de convocatoria.

Jen Dulsky centra los tótems de Change.org: “Creamos herramientas y tecnología para dar a la gente y que compruebe por sí misma el cambio que quiere ver”. Ha llegado el momento de acelerar esa toma de decisiones antaño lentas, el carácter inmovilista de las Administraciones y empresas en pos de una transparencia que sea, como dice ella, “radical”. Y ese cambio, si deciden hacerlo, se verá recompensado con éxito. “Si reaccionan a tiempo, triunfarán; sino lo hacen, sucumbirán. La presión por esa transparencia es constante”. En cierto modo, su compañía es una especie de asociación de vecinos global. “Sí, puede valer la comparación, hacemos del mundo una comunidad”, asegura la ejecutiva. Pero invierten en el mejor talento. “Contamos con una motivación extra para quienes quieren trabajar aquí, que es la labor social. Pero debemos buscar talento en el mercado y pagarlo a precio de mercado”. El sueldo medio de un ingeniero en Silicon Valley oscila entre los 100.000 y los 150.000 dólares. Y Dulsky apostilla: “Yo generalmente busco en quienes aspiran a trabajar aquí creatividad, tolerancia, pasión por nuestra misión, sentido práctico, que sepan ofrecer soluciones y una gran adaptabilidad a los cambios”.

Con equipos formados en ese espíritu, Change.org, aparte de los pilares que Internet había demostrado su asentamiento y que para ella eran dos –la autopromoción y el impacto a gran escala– es que el bien social se presenta como otra de las bases. Pero aun así, Change.org no renuncia a ganar dinero. “Recaudamos por dos vías. Los usuarios pagan una tarifa por promover sus propias causas y las grandes plataformas y organizaciones no gubernamentales aportan para que enlacemos sus campañas”. Así ganaron 15 millones de dólares en 2012, aunque sin ser muy fieles a su propia demanda de claridad, les cuesta hablar de sus beneficios, que reinvirtieron en tecnología y nuevas incorporaciones.

Si los gigantes tecnológicos, si Apple, que lidera el sector y es la empresa más valorada de Wall Street con sus 85.000 empleados en todo el mundo y 37.000 millones de dólares de beneficio en 2013; si Google con su ansia de copar más áreas aparte de sus famosos buscadores, o Facebook entregado al crecimiento en otros medios comprando WhatsApp por 14.000 millones de euros representan lo mastodóntico en la era Internet, hay hueco para el desarrollo de proyectos alternativos que quizá adquieran esas dimensiones adentrándose en terrenos menos lúdicos y más útiles al bien común.

Internet ha dado un vuelco global y sin marcha atrás. Ha transformado los sectores económicos, el negocio cultural, los medios de comunicación, las relaciones interpersonales, el sexo, la lista de la compra, nuestro ocio, la diplomacia y las alianzas internacionales tras el escándalo Wikileaks… Quien domina y marca los pasos del futuro inventando o reconfigurando un mundo a la medida de sus áreas de negocio no espera. Es necesario entender las reglas de hoy con arreglo a las mentalidades de quienes están transformando todo lo que conocimos antaño en algo diseñado a su medida. El mundo, como decía Steve Jobs, será un lugar mejor si, al menos, a estos referentes del nuevo poder ya instalado en los principales foros de decisión, les vemos venir en sus intenciones. Sean estas cuales sean.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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