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Dos muertas: un caso enterrado

Marta Pajarón y su hija, discapacitada, fallecieron solas. La familia dice que no se dejaron ayudar y en los servicios sociales insisten en que no podían obligarlas

Carmen Morán Breña
Marta Pajarón y su hija, María del Mar
Marta Pajarón y su hija, María del Mar

A María del Mar Viñolo, a punto de cumplir los 53, todos le decían “la niña”. Lo era para su madre, que la tuvo de soltera en tiempos del pecado y la quiso y la cuidó mejor que nadie. Y lo era para todo el mundo: la niña. La sociedad reserva una buena dosis de paternalismo para las personas con discapacidad psíquica. Y poco más. Las dos mujeres murieron solas en su casa de Astorga (León) entre los últimos días de octubre y los primeros de noviembre. A Marta Pajárón, la madre, de 78 años, la encontró la policía en el suelo de la cocina. A Marimar, como también la llamaban, caída en su habitación. Nada indicaba un suicidio ni había señales de violencia. Más parece que la madre murió primero y la hija poco después, falta de los muchos cuidados que precisaba: tenía una enfermedad terminal y otras dolencias. Y la visión perdida. Los detalles de las muertes tendrán que despejarlos las autopsias.

 En España viven solos un 20% de los mayores de 65 años, según el Observatorio de Mayores (Imserso). Y las noticias hablan cada tanto de muertes de las que alertan los vecinos cuando el olor se escapa por la puerta. No se trata de fallecimientos inesperados de gente en plenas facultades y con una convivencia normalizada. Generalmente son personas sin apenas red familiar ni social. Cuando eso no existe, ¿dónde está el Estado?

Los últimos meses de estas dos mujeres ponen de manifiesto que no todos los servicios públicos han alcanzado en España el mismo nivel de eficacia. La enfermedad de la hija llevó a ambas desde el verano por varios hospitales de León. Octubre lo pasaron en el Altollano. En este centro percibieron pronto que las circunstancias de la madre la impedían seguir cuidando a la niña y con el alta hospitalaria, el 23 de octubre, se envió un comunicado al juzgado en el que se valoraba la situación de la madre (depresión) y se indicaba que la convivencia de ambas a solas no parecía ya adecuada. Se perseguía retirarle la tutela, de tal forma que las decisiones de Marta no pesaran ya sobre el futuro de su hija, algo que aterraba a la madre.

Nada indicaba un suicidio ni había señales de violencia

La familia, sobrinos cercanos y lejanos, se había planteado con anterioridad la incapacitación, pero nunca se atrevieron: Marta se negaba en redondo a que su vida la dirigiera nadie más que ella misma y a los familiares, como reconocía uno de los sobrinos, les violentaba afrontar un proceso de esa clase. ¿Quién le pone el cascabel al gato? “Los servicios sociales, bajo cuyo amparo estaba María del Mar Viñolo, debieron hacer tiempo antes lo que acabó haciendo el hospital. Pueden y deben. Están facultados para determinar las situaciones de necesidad y prescribir los recursos adecuados. Y para emitir un informe de riesgo para la persona, que habrá de valorar el juez y tomar la decisión oportuna”, asegura Gustavo García Herrero, miembro de la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales y responsable de una residencia de ancianos en Zaragoza.

Pero no se hizo. La última residencia en la que estuvo ingresada María del Mar no emitió al juzgado un informe sobre la mujer cuando la madre decidió sacarla de allí en enero de este año. “No podemos retener a nadie en contra de su voluntad, hicimos lo lógico”, se excusa el gerente, Francisco Garrote. No pueden retenerla, pero sí avisar al juez del riesgo que se podía correr: un informe social emitido desde un servicio público es oficial. Y esta residencia para discapacitados, Asprosub, en Benavente (Zamora), tenía plazas concertadas, es decir, pagadas con dinero público, como era la de María del Mar. Se limitaron a poner en conocimiento de la gerencia territorial que la plaza había quedado vacante. No apreciaron riesgos. “¿Desamparo? En absoluto. La madre controlaba, le daban prontos, pero no podemos juzgarla por eso”, dice el gerente.

Aunque Marta en los últimos meses había sufrido “un bajón” y con toda seguridad precisaba apoyo profesional, solo su hija tenía una historia en los archivos públicos. Su caso lo seguían las trabajadoras sociales del Ayuntamiento de Astorga, lo trataba el centro de servicios sociales de la Diputación y había recibido aquella plaza residencial en Zamora tras ser declarada dependiente por la Junta de Castilla y León. A pesar de ser esta la primera o la segunda comunidad autónoma —según los criterios que se tomen— que mejor gestiona la Ley de Dependencia, el caso ocurrido en Astorga evidencia uno de los grandes lastres de los servicios sociales públicos: su dispersión por tres administraciones, la local, la provincial y la regional, que en nada ayuda a la eficacia.

En España viven solos el 20% de los mayores de 65 años

Cuando María del Mar salió de la residencia en Benavente, ¿alguien se encargó de que los servicios sociales provinciales, locales o regionales supieran que ambas mujeres estaban ya en la calle sin cuidados profesionales? “No puede ser excusa dejar de atender a alguien porque oponga resistencia o no entre en razón. De ser así, muchos enfermos mentales estarían sin cuidados”, afirma García Herrero. “Una vez que la mujer dejó la residencia, los servicios sociales debieron estar alertados de esa circunstancia”, asegura.

"¿Desamparo? En absoluto" afirman en la residencia

Pero las comunicaciones oficiales parecen cortarse entonces. Cuando se pregunta por ello, la residencia dice que comunicó el alta a la gerencia; la gerencia remite a la información de la Consejería de Familia; los servicios sociales del Ayuntamiento dicen que el caso lo llevaba la Diputación y la Diputación que ya estaba en manos de la Consejería de Familia. En fin, madre e hija vuelven a casa. Marta quería que le cambiaran la plaza en el centro para discapacitados por una prestación económica para cuidar ella misma de su hija, una ayuda que no se tramitó y que todos daban, desde luego, por inadecuada. ¿No se podía hacer nada más?

La madre, de carácter complejo, difícil, especial, alocado, inestable —cada uno le va poniendo un adjetivo— había sacado años atrás a su hija de otro centro, este de la Diputación. Y tuvo una ayuda a domicilio de 22 horas mensuales. No era fácil ayudarlas. La estrambótica mujer lo mismo solicitaba apoyo que prescindía de él. “Lo mismo te invitaba calurosamente a tomar un café en casa que te abría la puerta enfadada para que te fueras”, reconocen los sobrinos. O se echaba puertas afuera para comprar unas manzanas y aparecía horas después de haberse entretenido con media docena de vecinos a los que repetía: “Uy, me voy que tengo a la niña sola en casa”.

Era muy difícil ayudarla, pero esa es precisamente la especialidad de los servicios sociales. Quizá los psiquiatras del hospital Altollano pudieron retener a la enferma hasta que el juez decidiera; tal vez los juzgados pudieron actuar con un protocolo de emergencia. Pero, como dice la familia: “Para Marimar cualquier decisión ya llegaba tarde, le faltaba poco de vida”.

La familia se planteó incapacitar a la mujer, pero no se atrevió

Puede que nadie esperara que Marta estuviera para morirse, si es que ella falleció primero. La familia no, desde luego, algunos incluso pensaron al principio en un suicidio por el temor de la mujer a que le quitaran la tutela. Los juzgados tenían dos procedimientos abiertos: había un proceso inminente de desahucio para Marta, por impago del alquiler, y la orden para incapacitarla y retirarle la tutela. Le enviaron cartas para esto último y al ver que no acudía solicitaron la ayuda de la policía, que varias veces fue en busca de las mujeres a la casa.

No las encontraban, dicen. Marta era propietaria de un piso en Madrid, en el que vivió la familia antes de la muerte del marido, hace ahora siete años. Así que madre e hija pasaban temporadas en Astorga y temporadas en la capital, sin avisar a nadie. Seguirle la pista no era fácil ni para la familia. En Astorga, la policía preguntó por ella entre el vecindario. Nada. El buzón estaba lleno de cartas, como si no estuvieran en casa. Pero estaban allí, desde el 23 de octubre, cuando regresaron del hospital. Aquel mismo día llamaron al médico del pueblo, que acudió a la casa y las atendió. Hubo una segunda llamada horas después, pero esta vez nadie abrió a los facultativos cuando llegaron. “¿Por qué no echaron la puerta abajo?”, se pregunta la familia. Se necesita un juez para eso, siempre que el riesgo que se aprecia no sea inminente. Los médicos que fueron llamados aquel 23 o 24 de octubre pudieron solicitar al juez que se abriera esa puerta. “Pero no era la primera vez qué Marta pedía ayuda y luego no abría, así que puede que también los despistara”, señalan los sobrinos, con resignación.

El hospital informó al juez de que Marta no podía ya cuidar a su hija

O quizá ya estaban muertas. Era un 24 de octubre. El 9 de noviembre la policía entró finalmente por la ventana y se levantaron los cadáveres. La familia cree que se hizo todo lo que se podía hacer: “Marta fue víctima de sí misma y arrastró con ella a su hija”, afirman, otra vez con resignación. Porque ellos quisieron ayudarla y no se dejó. No buscan responsabilidades. Los cuidadanos no están acostumbrados a reclamar en estos casos. Sí lo hacen cuando se trata de una negligencia médica, o de un problema escolar, por ejemplo.

Los servicios sociales públicos, el cuarto pilar del Estado de bienestar —con las pensiones, la educación y la sanidad— nacieron en España en los años ochenta. La Constitución había dicho adiós a la beneficencia, que todo lo abarcaba. “Pero así como la sanidad y la educación tenían una antigua red de cobertura, los servicios sociales eran nuevos y orientados a la convivencia, a apoyar el soporte familiar, relacional y humano. Todo era nuevo para la gente y ha pasado poco tiempo” para que el ciudadano lo interiorice como un derecho de ciudadanía y pida responsabilidades, dice Patrocinio de las Heras, que era directora general de Acción Social cuando se profesionalizaron los servicios sociales, primero mediante un título universitario. “Los servicios sociales no son algo graciable, aunque se sigan viendo así, radican en leyes básicas de ciudadanía. Pero necesitan recursos que ahora se están recortando”, sigue De las Heras. En efecto, cada vez hay menos recursos materiales y humanos para atender estos servicios.

Quizá pudieron ingresar a María del Mar en una residencia, al socaire de las decisiones de su madre. Pero dados los escasos recursos, lo más probable, como así había ocurrido antes, es que ambas mujeres hubieran vivido de esa forma, separadas. Murieron juntas.

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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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