_
_
_
_
_

Las cenizas de Valencia

Apagadas las llamas, quedan los rescoldos de un incendio que ha arrasado 50.000 hectáreas. Poco a poco, los afectados vuelven a sus casas y sus tierras, pero la desolación los entristece

Guillermo Abril
Un hombre riega su jardín en Monroi (Valencia).
Un hombre riega su jardín en Monroi (Valencia).HEINO KALIS (REUTERS)

La pareja descansa al borde de la escalera. Los últimos rayos de sol bañan el jardín. Miran hacia levante, por donde escapó el fuego y ahora queda un monte pelado, gris, oculto bajo un dedo de ceniza. Se ha borrado el paisaje. Todo alrededor ha sido arrasado. Pero la devastación les saltó por encima, por los lados, lamió los muros de la parcela, siguió su camino y dejó la casa en pie, intacta, con las vigas llenas de chinazos, golpeadas por piñas incandescentes que saltaban desde los pinos más próximos. Una casita de madera a tres alturas, como un sueño nórdico en la sierra de Martes, a las afueras de Valencia, con un porche que vierte al sur, hacia el barranco del Lobo, ese lugar ahora oscuro por donde hace unos días las llamas se hincharon como velas de barco y lo cruzaron en apenas quince minutos.

En el jardín, los frutos de un olivo viejo tienen aspecto de pasas. Sus hojas son de un amarillo pálido. El césped, muerto, parece una fosforescencia desvaída, como sacado de una película antigua.

El fuego arrasa la urbanización Altury (Turís, Valencia)Vídeo: PACO NOGUEROLES (Videaficionado)

Las petunias han quedado arrugadas como un calcetín sucio. Otro árbol ha dejado caer sus hojas antes del otoño. El calor creó un horno en torno a la casa. Sofocó a dos periquitos en su jaula. A uno de los perros se le enrojeció un ojo y sigue con la mirada inflamada. El fuego prendió en el gallinero. Quemó una bala de paja, pero las cuatro gallinas siguen poniendo huevos. Lo cuentan Manuel Villar y Mari Carmen Taberner, de 37 y 36 años, respectivamente, mientras juguetean con ellas. La pareja fue evacuada y volvió a casa tres días después. Les dijeron que había ardido, pero la encontraron intacta, bajo un manto sombrío.

La piscina era agua negra. Desde los escalones se ve el final del valle. “Esto era un paraíso”, dicen. Aun así, una extraña sensación de felicidad parece envolver el lugar. Llevaban cinco años levantando esta casa. El hogar. Ha sobrevivido. Él tiene el rostro sudado y el cuello rojo de haber trabajado al sol todo el día. Limpiando y devolviendo el lustre. Ella llena el vestido con su barriga. Dará a luz en agosto. Cuando la cresta de fuego asomó sus manos anaranjadas en lo alto de la colina, a primera hora del sábado 30 de junio, solo pensó en salvar un pendrive con las fotos de los últimos meses y la canastilla con las cosas del futuro bebé. Salió corriendo. Igual no volvían nunca. Mira a la segunda planta y dice: “Es como si la casa estuviera envuelta en una burbuja. Ha sido un milagro”. Solo el barniz ha perdido el brillo. Uno de los toldos del porche muestra una mancha oscura, se le han descolgado tres varillas. “Otra piña”, señala él. “Si llega a prender el toldo, arde toda la viga”.

Ayora parece un oasis entre tanto paisaje quemado: el fuego pasó sobre él sin tocarlo y se fue hacia Torrent
Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

En la urbanización de Altury (Turís), donde residen unos 500 vecinos, antes rodeados de verde, el fuego cruzó como una exhalación. Fue educado, llamó a la puerta, pero no cruzó ninguna valla. Pasó de pasto en pasto. Buscando combustible rápido. Matojos y maleza. Solo calcinó una vivienda de madera, a la sombra de un pino mayor, un poco más abajo. Y el muro de otra, cerca del bar. En su interior se refugió el dueño, Paco Nogueroles, un tipo de unos 40 años y aspecto de boxeador retirado. No quiso evacuar la zona. Cerró la reja y esperó a que se marchara la Guardia Civil que iba dando el aviso. En su teléfono móvil tiene fotos y vídeos que ponen los pelos de punta.

Dice que aquello rugía como nada que hubiera escuchado antes. La garganta entre colinas volvía el fuego un eco rugoso, aterrador. Bajaba por el cauce como un río de lava. “Las hojas salían volando hacia las llamas, atraídas por el calor y la combustión de oxígeno”. Cuando abrió la verja, se encontró a los de la UME (Unidad Militar de Emergencias). Primero le pidieron explicaciones. Luego les dio agua fresca. Y los acabó sentando a comer en su local. “Cervezas solo serví de sargento para arriba”. Lo cuenta en la terraza del bar, desde donde se ve la urbanización. Los chavales han vuelto a la calle. Corretean por el asfalto, bordeando las hileras de chalés. La mayoría son segundas residencias de gente que trabaja en Valencia y viene aquí a pasar los fines de semana y las vacaciones. Se oye el rumor de las piscinas. El ladrido de los perros. Unos vecinos fijan un plástico nuevo en la verja. El anterior se les chamuscó y quedó su intimidad a la vista. Es verano. La vida ha empezado a brotar tras el incendio.

Ella solo pensó en salvar un 'pendrive' con las fotos de los últimos meses y la canastilla de su futuro bebé

“Normal, ¿y qué vas a hacer?”, dice un anciano retirado en otro pueblo de la zona, El Oro, suspendido en una colina, un valle más allá. Con la mirada acuosa, fija en el horizonte los almendros que le ha quitado el fuego, en lo alto de un cerro. A su espalda, unos niños se lanzan en bomba en la piscina municipal. La vida. Él señala con la cachava unas cortinas de humo imaginarias. En la falda de esa tierra caliza chamuscada, dice, comenzó el foco de devastación; 30.000 hectáreas por las que cruzó el fuego. Las llamaradas se desplegaron como un abanico desde un chalé al borde de la carretera en Cortes de Pallás. El origen del fuego sur. Un despiste a 40 grados, con el monte seco y el viento soplando desde el Oeste.

La casa se encuentra en la curva de una carretera comarcal, en el fondo de un valle. A medio camino entre El Oro y Cortes de Pallás. “Es de unos ingleses”, dicen en un bar de la zona. A la izquierda del camino de entrada hay un bancal con olivos pletóricos. En el centro de la finca, un pino sigue intacto. Puede que sea el más viejo en kilómetros a la redonda. Las ventanas y las puertas, cerradas a cal y canto. En el porche, junto a unas sillas, se lee una inscripción en un poyete: “Andy, Libbie, Luke, Grace 2007”.

El sueño ecológico de una familia hecho cenizas. Estaban instalando una placa de paneles solares. Los operarios soldaban la estructura con un soplete. El pasto comenzó a arder. Se les fue de las manos. En la trasera de la casa aún queda la escalera apoyada en el muro. Entre sus patas comienza lo negro, que se extiende como un cáncer hacia el Este. La estructura del panel sigue en el tejado. Un tubo de silicona abandonado en el suelo. El alargador derretido. Una palmera chamuscada, sus palmas se han vuelto espadas afiladas, y la sombra oscura que trepa por el monte y ya no se acaba. En la azotea de esta casita blanca se siente una paz contradictoria. El viento sopla en dirección contraria.

Unos vecinos cubren de plástico su verja chamuscada: no tienen intimidad. La vida comienza a brotar

Un aire fresco que trae el olor picante y algodonado de la ceniza. Sus escamas se pegan a las fosas nasales. Una chicharra canta entre las ramas del pino. A un lado, el monte tal y como era. Al otro surge su espejo descarnado. Parece una puerta abierta entre dos tiempos.

De allí hasta la localidad de Macastre, donde este incendio comenzó a agotarse, hay unos 30 kilómetros de carreteras serpenteantes entre collados, acantilados y colinas peladas y ocres. Alguna chimenea aún humea al borde de la calzada. En la cresta de la sierra, a medio recorrido, hay camiones cisterna de bomberos. Rojo sobre gris, aparcados en un cruce de caminos. En guardia, pero ociosos. Rostros cansados y tostados por el sol. Barbas de varios días. Hablan, pero son escuetos. “Ha sido un fuego de cota baja. Muy rápido. No cogía las copas de los pinos. Eso es bueno y malo. Bueno porque bordea las casas. Pero en el monte no lo puedes parar”, dice uno del consorcio de Valencia, descansando en el asiento del copiloto.

Otro de la brigada de emergencias de Ayora, un municipio de la zona: “El matorral corre mucho. Y más con el viento de poniente”. Habla junto a otros cinco compañeros. Recuerdan el incendio de 1994; 140.000 hectáreas arruinadas si la memoria no les falla. Los pinos de esta zona acababan de cumplir la mayoría de edad.

Aquel fuego comenzó igual. Con una soldadura y un despliegue en abanico. La primera brigada de emergencias desplazada a sofocarlo murió acorralada. “Eran seis como nosotros”, tuerce el gesto uno de los hombres, con el mono sucio. Quizá exageren, pero hablan de turnos de 23 horas al día. De los brigadistas despedidos en los últimos años. Se les ve cansados. “Aún no es el momento de hablar de estas cosas”, se despiden.

No es tierra de fin de semana. Aquí viven labradores de mano cuarteada y rostro seco y oreado

El asfalto sigue la cuerda de la sierra hacia Dos Aguas. Al fondo, este pueblo parece un oasis en la puerta del valle. El fuego le pasó por encima, pero sin tocarlo, y corrió casi hasta Torrent. Las colinas aquí son amplias. Paisaje lunar, como el de Lanzarote. Un mirador ha perdido la barandilla de madera. Una mujer rubia y con gafas de sol detiene el Seat levantando polvo. Bajan ella y su hija. La radio escupe una rumba, tipo Estopa. Sonia Correcher, de 28 años, lleva un tatuaje en el tobillo y saca una foto con el móvil. Dice: “Solía venir aquí a meditar. Esto era una pasada”. Muestra una imagen de hace unos días. Ella en primer plano. Al fondo, donde todo era verde, el aire remueve la ceniza. La levanta. Un tornado breve y blanco. Baila, suspendido en la nada, mecido al antojo del viento. Una danza ancestral.

Seguimos camino hacia Macastre, donde la arbolada quemada le confiere al paisaje un aire navideño. Dos dedos blanquecinos y esponjosos sobre el monte. Las pisadas allí no hacen ruido. Y los árboles, escuálidos y sin hojas, recuerdan al invierno. En las zonas que fueron más tupidas, el asfalto está moteado de quemaduras parduzcas, el rastro de las piñas voladoras. Junto a un chamizo churruscado a medias, dos señales de tráfico muestran los distintos grados de una quemadura. A la primera le han salido burbujas cobrizas en la película que la recubre. Pero la piel aguanta. Prohibido adelantar. En la siguiente se ven las burbujas reventadas. Los bordes tienen el color del carbón. La membrana parece hojaldre quemado.

Vídeo: PACO NOGUEROLES (Videaficionado)

Más allá, una chumbera derretida se pliega sobre un muro como los relojes fundidos de Dalí. Una mujer habla desde la puerta de casa, la cara manchada de tizne. Acaba de encontrársela con el jardín cubierto de ceniza. El perro tenía la correa larga y ha sobrevivido. En otra parcela, los dueños abren la cancela por primera vez.

María Fina Marí y Manolo Mocholí, de 68 años y esta casa para disfrutar en verano desde hace 35. El Pollero, la llaman. Tiene la edad de sus hijos. La Guardia Civil acaba de permitirles el paso. Caminan hasta el fondo de la finca. De allí vino el fuego. Ella mira su tierra, su huerto, sus frutales: “¡Mare de Deu! S’han salvat de miracle”.

Un montoncito de tierra y maleza apilado junto a la verja suelta humo, como una pistola recién disparada. Los almendros tienen media cara amarillenta. La otra sigue como estaba. El fuego ha vuelto a respetar la parcela. Los miró de reojo y trazó un quiebro. Mocholí se ha deslomado limpiando su tierra. Allí no había mecha. “Pero el monte…”, lamenta, con los ojos como dos hebras azules y el rostro arrugado y duro como el de Clint Eastwood. “Ya no lo veré como estaba”.

Las llamas fueron caprichosas. Vadeando tierras trabajadas y calcinadas, se ven penachos verdes

Así fueron avanzando estas llamas caprichosas, respetando la vida (el único muerto ha sido el piloto de un helicóptero accidentado en el embalse de Forata) y sorteando la mayoría de hogares. Chalés, masías, casas de verano. Vadeando las tierras labradas. Se ven penachos verdes en medio del carbón, con los árboles de los extremos quemados. En la tierra grumosa y roturada no ha prendido el fuego. Donde la maleza ha crecido a su antojo, el desastre es mayor.

En lo alto de una colina, a un par de kilómetros de la urbanización de Llanorell, una caravana se ha quedado en el chasis, cubierta por una mugre quemada. Una de las mejores vistas de esta cara de la sierra que vierte hacia Buñol y Cheste. Una parcela de 4.400 metros cuadrados. Un sueño de clase trabajadora a las afueras de Valencia por 9.000 euros. Trinidad Tirado, de 45 años, carnicera en un supermercado, toma una caja metálica calcinada y retorcida de entre los restos de la roulotte en la que ha dormido tantas noches. “Mira, esto era la cadena de música. La conectábamos a unos bafles cuando veníamos con los chiquillos”.

Hay tazas quebradas, platos rotos, un váter partido por el calor. Bombonas tintadas por el humo. Un generador eléctrico que no estalló. La familia había comenzando a levantar los muros de ladrillo de su futura casa. “Esto era nuestro plan de jubilación”. La envidiable pinada a espaldas de la caravana exhibe un bosque de muñones escuálidos y tiznados. Rabitos negros y crispados en tierra blanca. Pasear por allí levanta una polvareda pastosa en la boca. A su marido, un albañil en paro, le han entrado ganas de comprar una motosierra y pelar la colina para que vuelva a brotar fuerte. Quizá el impulso le haya llegado demasiado tarde. En la loma hay huras recién descubiertas. Vemos correr alguna liebre hacia un olivar sin mella. Han vuelto los trinos a las ramas. Es miércoles. Cuatro días después de las llamaradas. Un hombre de la zona dice: “Ayer, en cambio, no se oía nada”. La vida sigue su ritmo.

El silencio. En el alto de Mont Mayor solo lo rompe el silbido del viento colándose en un tubo de metal. A 1.015 metros de altura hay una vista de 360 grados del foco norte del incendio. Prendió en Andilla (Valencia) unos 50 kilómetros en línea recta de la última llama del Sur, en la otra orilla del Turia. El poniente lo fue empujando hacia la provincia de Castellón. Se detuvo a las puertas de Segorbe; 20.000 hectáreas calcinadas. En estos pueblos celebraron el triunfo de la selección española mientras les llovía ceniza en las calles.

El paisaje quemado aquí es áspero como el papel de lija. Negro carbón con manchas castañas. Espolvoreado de blanco aquí y allá. Ramas y tocones y ceniza negra en tierra roja. Elena Gispert, de 39 años, tez curtida y de aceituna, siente como si se le hubiera muerto un familiar. Conoce cada quiebro, cada loma. Su padre es un segorbino conocido por sus guías de senderismo en la zona. Ella ha pasado ocho años trabajando en este alto ventoso, en la caseta de vigilancia contra incendios. La radio suena, le pide el parte meteorológico. Toma la temperatura. Luego cuenta cómo el viernes 29 de junio vio asomar el humo donde el cielo se junta con las montañas difuminadas. “¿Ves aquella vaguada? Eso es Andilla”. El origen. Los motivos aún no están claros. Se detuvo a un hombre de 57 años (ahora en libertad provisional) por haber realizado presuntamente una quema de rastrojos en su parcela. Gispert lo duda. Aquel hombre, al parecer, es un tipo de campo. Un exbrigadista forestal casado con una brigadista forestal. Cuando prendió la mecha a este lado, el fuego de Cortes de Pallás ya llevaba un día arrasando el territorio. El calor era sofocante. Había un viento tostado y seco, como del Sáhara. “Cualquiera habría extremado el cuidado”. Y más una persona así. Por el rostro de Gispert planea la sombra de una sospecha. Demasiado fácil para ser cierto.

Las llamas fueron caprichosas. Vadeando tierras trabajadas y calcinadas, se ven penachos verdes

Vio el humo y se comunicó con los mandos. Le dijeron que no podría avanzar hasta aquí. El sábado, a media tarde, vio cruzar las llamas de un lado a otro de la pista forestal. El martes, cuando volvió a su puesto de vigilancia, solo quedaba ese silbido en un tubo. Señala una mancha en el suelo. Parece azúcar en una tarta quemada. “Esto era romero”. Y allí, espliego y santonila, y coscoja, un pequeño roble en arbusto. El aire levanta un remolino de ceniza hacia el Norte como un espectro.

Las colinas parecen devastadas por una guerra. En otro tiempo se mataron aquí los españoles en la batalla de Levante, durante la Guerra Civil. Las viejas trincheras han quedado al desnudo. Jesús Monleón, un concejal de Izquierda Unida de Jérica (Castellón), nos guía por caminos y senderos evaporados. Llegamos a Teresa (Castellón). La resistencia. “La juventud”, como dice un anciano, se quedó aquí a proteger el pueblo. Y repite una frase que se murmura en los corrillos: “Los incendios se apagan en invierno, no en verano”.

Evacuaron a mujeres, mayores y niños. Los efectivos de bomberos, dicen aquí con amargura, se concentraron en el parque natural de la Sierra Calderona. Cuando asomó el infierno en la cresta solo había un camión de bomberos en Teresa. Se habían quedado veinte personas. “No podíamos irnos sin hacer nada”, en palabras de José Manuel Lázaro, un agricultor de 45 años. Toma un café con Javier Alcalde. Su tractor fue una pieza clave del operativo local. Se jugó la vida para sacar el camión, cuando quedó atrapado en un camino, con las llamas amenazantes. A todos ellos, la Guardia Civil se los quiso llevar esposados. “No nos querían dejar ayudar. Y somos los que conocemos la zona, los caminos, la forma de cortar el fuego”. Crearon un fortín con cubas de agua más allá de las zonas de cultivo. Un anillo alrededor del pueblo. Fueron tres días agotadores. Hasta 60 horas trabajando “del tirón”, según Lázaro. Esta no es tierra de fines de semana. Aquí viven labradores de mano cuarteada y rostro seco y oreado.

Y ganaderos como Constantino Fortea. Tiene 44 años, el rostro de un actor de Hollywood, una melena breve y morena, el físico de un atleta, y mil cerdos en una granja ubicada en una de las hoces del río Palancia. Mira las paredes arrasadas del cráter que le rodea: “A mí me han arrancado los pulmones. Soy más pobre que las ratas y esto es lo único que tengo”. El monte. A su lado, su hija le palpa el lomo a Paloma, una yegua andaluza. Blanca, elegante. Le asoma un bulto en el lomo del estrés y el esfuerzo de los últimos días y tiene una quemadura junto a la crin. Fortea cuenta cómo intentó asegurar la zona con el purín de sus cerdos. “El bombero de la mierda”, dice con sorna.

El jueves pasado se oyeron los primeros trinos. “El miércoles, en cambio, no se oía nada”, dicen los vecinos

El humo llevaba un día amenazando. Luego vio cómo el fuego bajaba por la colina y oyó un silbido procedente de una loma. “Quizá un proyectil abandonado de la guerra”. O una piña encendida. Quién sabe. Pero de pronto había llamas a un palmo de su granja. Aguantó el tiempo que pudo. Se subió a su yegua y abandonó la zona cruzando una nube densa, golpeándola con fuerza. Miró atrás y ya no vio nada. Solo humo.

“Así es el drama del mundo rural”, afirma en su despacho Manuel Civera, el alcalde de Alcublas (Valencia), un arquitecto de 51 años, mandíbula ancha y camisa desabotonada. Ha hecho un hueco en una reunión para atendernos. Dice: “Cada hectárea de cultivo abandonada en época de bonanza es una hectárea de pólvora”.

En su municipio, con 800 habitantes y 800 agricultores censados, las huertas sellaron el pueblo. Una trinchera. Decidieron no abandonar. “Sabíamos que nos íbamos a quedar incomunicados”. Una burbuja en el epicentro de la caldera. El fuego los rodeó y siguió su rumbo como la gasolina en el suelo. Se quedaron sin luz ni teléfono. Pusieron en marcha los generadores para poder seguir sacando agua del pozo. Un antenista cedió al Ayuntamiento un teléfono con conexión satélite. Llegaban noticias del exterior. Las iban anunciando por un canal de televisión local, solo para los vecinos. Como la del féretro de un vecino muerto en Valencia que pasó cuatro días esperando al otro lado de la cortina. El martes por fin entró el coche fúnebre, y los vecinos lo llevaron a hombros hasta el cementerio. Es jueves, casi una semana después del incendio. Vuelta a los asuntos del día. Sobre la mesa del alcalde están desplegados los planos para levantar un aeródromo. Vuelo sin motor, aeroplanos, turismo. Una inversión de tres millones de euros. El futuro en una región donde las cooperativas apenas pueden colocar su aceite en el mercado. “Si antes ya era importante, ahora nos vamos a agarrar a este proyecto como un…”. Civera se detiene a mitad de frase. “Como oro en paño”, dice. “Como oro en paño”.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Guillermo Abril
Es corresponsal en Pekín. Previamente ha estado destinado en Bruselas, donde ha seguido la actualidad europea, y ha escrito durante más de una década reportajes de gran formato en ‘El País Semanal’, lo que le ha llevado a viajar por numerosos países y zonas de conflicto, como Siria y Libia. Es autor, entre otros, del ensayo ‘Los irrelevantes’.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_