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Sobre el no-concepto de biodiversidad

¿Se imaginan algún congreso de biología celular con ponentes políticos predominantemente?

En los años setenta, el ecólogo Stuart H. Hurlbert publicó un artículo titulado El no-concepto de diversidad en el que llamaba la atención sobre los problemas semánticos, conceptuales y técnicos provocados por un término que se definía de distintas maneras, se refería a distintos objetos y cuya medida se podía hacer de distintas formas, tal que "actualmente no tiene más información salvo indicar que tiene algo que ver con la estructura de la comunidad" y, como tal, se había convertido en un no-concepto.

Algo parecido se podría decir hoy del concepto de biodiversidad, que admite definiciones tan espartanas como: "diversidad de la biota" y otras más floridas: "...en un sentido holístico, como la variedad de la vida y sus procesos" y que además puede dar lugar a todo tipo de congresos, incluso a congresos de biodiversidad sólo para gestores y políticos, como él que se celebra esta semana en Madrid (Meta y visión post-2010 en materia de Biodiversidad) en el que están ausentes las dos principales instituciones que estudian la diversidad orgánica en nuestro país: la Universidad y el CSIC. ¿Se imaginan ustedes algún congreso de biología celular con ponentes políticos predominantemente?

No conviene subsumir la taxonomía bajo el paraguas de la biodiversidad (ni tampoco la ecología, a la que va camino de devorar también), pues los objetivos, métodos y cuerpo teórico son distintos

Esta polisemia conceptual y ocupacional no tendría por qué ser un gran problema, pues en cada circunstancia concreta se podría matizar el sentido restringido con que se aplica tan irremplazable (sic) término, si no fuera porque su totipotencia denotativa extiende una sombra negativa sobre otras disciplinas, en especial la taxonomía- término que provoca la incomodidad manifiesta de una parte de la comunidad científica-.

Cristalizada a finales del Renacimiento como una disciplina empírica robusta, dotada de un marco operacional sólido a partir de Carlos Linneo y con un mecanismo causal subyacente dado por Charles Darwin (taxónomo él también aunque en las celebraciones interesadas del año pasado muchos olvidaran que dedicó ocho años al estudio de los cirrípedos -percebes- publicando una monografía en cuatro volúmenes sobre ellos), la taxonomía se convirtió en una rama de la biología con todas las características de una ciencia: sólidos datos contrastables, capacidad predictiva de sus construcciones teóricas -las clasificaciones- y una explicación causal de las mismas -el carácter genealógico de toda clasificación-. Sin embargo, una concepción inadecuada durante los últimos 70 años la ha confinado al concepto de actividad de etiquetar (pigeonholing en inglés), que se resume en el dictum del físico Ernest Rutherford, quien asignaba a una gran parte de la biología, incluida la que explica el origen del propio Rutherford -la paleontología-, ser meramente "coleccionistas de sellos". Y ello porque, supuestamente, la taxonomía no es predictiva, lo cual no es cierto.

Sólo una concepción caricaturesca de lo que es la actividad científica (ya lo decía otro físico, Steven Weiberg, bastante más perceptivo que Rutherford, al reclamar más historia de la ciencia y menos filosofía en la formación de los jóvenes científicos) asigna el carácter de predictivo exclusivamente a la ciencia experimental. Sin embargo, hay mucho conocimiento ejercido retrospectivamente que facilita la predicción de sucesos o de que no ocurran determinados de ellos como cuando -por poner sólo un ejemplo- nos esforzamos por conocer las causas racionales de un accidente aéreo para que no se repita.

Hecho este comentario sumario sobre la naturaleza científica de la taxonomía, convendría añadir que no conviene subsumir la taxonomía bajo el paraguas de la biodiversidad (ni tampoco la ecología, a la que va camino de devorar también), pues los objetivos, métodos y cuerpo teórico son distintos. La biodiversidad es una nueva disciplina que está naciendo. Una disciplina que estudia los aspectos económicos, políticos, de conservación, salud y otros relacionados, que tiene como sujeto a los organismos vivos. Pero esto no nos debe llevar a confundirla con otras disciplinas autónomas que, teniendo el mismo objeto de estudio, tienen su propio e independiente programa de investigación. Al fin y al cabo, la genética estudia el mecanismo de la herencia de los seres vivos y nadie pretende subsumirla en la repostería (por poner un ejemplo).

Y en el respeto a esos otros programas de investigación está el evitar una de las paradojas resultantes de tanto esfuerzo político reciente, que aunque no va a poder impedir la extinción de las especies -más del 99% de las especies que han vivido sobre la superficie de la tierra se han extinguido ya- sí va a conseguir eficazmente que no las conozcamos antes de su desaparición, con todas sus trabas para poder realizar muestreos en diferentes países y la infinita lista de papeleo burocrático para conseguir que se puedan desplazar ejemplares a instituciones con herramientas y metodología adecuadas para su estudio. Y no se piense que esto ocurre sólo al investigador foráneo de cualquier país. Las trabas para el estudio de la diversidad orgánica han crecido estrambóticamente urbi et orbe desde que los políticos han descubierto el filón mediático del término.

Este año se celebra el Año de la Biodiversidad. La ristra de celebraciones/año sucesivos de distintos pelaje empieza a tener ya una vis patética. Dudo que el Año Darwin haya disminuido el número de creacionistas en el mundo. Más bien sospecho que les ha servido para afilar sus armas y argumentos. No creo que este Año de la Biodiversidad vaya a tener ninguna influencia sobre la supervivencia vegetal o animal. A la última reunión de Copenhague me remito. Puestos a entretenernos en algo, ya que no somos capaces de afrontar eficazmente el deterioro ambiental, propongo celebrar próximamente el Año de las Pantuflas y que nos quedemos todos quietecitos y contentos en casa. Seguro que estropeamos el ambiente mucho menos que con todo este jolgorio mercadotécnico.

Antonio G. Valdecasas es Investigador Científico en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, CSIC

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