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La otra llamada de África

Manuel Vicent
Un campo de refugiados en Ruanda.
Un campo de refugiados en Ruanda.DAVID TURNLEY (CORBIS)

Aunque no era creyente fue lo más parecido a una conversión mística, a uno de esos vuelcos que da el corazón. En el sanatorio había conocido a una enfermera recién llegada de África, que le habló de aquel campamento de Benaco, en Tanzania, donde había 250.000 refugiados hutus huidos de la matanza de Ruanda que había producido más de un millón de muertos. Daniel R. era un joven médico internista. Su trabajo consistía en realizar una previa exploración a los pacientes que ingresaban en aquella clínica privada de la Costa del Sol. En realidad se trataba de atender a unos multimillonarios y personajes famosos deseosos de perder peso con una dieta espartana y ponerlos a punto con baños de barro y algas, gimnasio, paseos y masajes. La báscula era la reina del lugar. Un kilo perdido, un aplauso; tres, un premio; cinco, una condecoración. En algunos casos se añadía una cura de sueño para quienes llegaban cargados de coca hasta las cejas. Ángela había regresado a España con restos de una malaria, pero estaba dispuesta a volver a África tan pronto se pusiera bien. Cuando le habló de aquella experiencia, Daniel pensó que se trataba de una pirada, una de esas sandalieras, poseída por la bondad universal. Se decidió a acompañarla solo por la pasión y la felicidad que transmitía.

 Pidió el ingreso en Médicos Sin Fronteras. Ángela y Daniel tomaron el avión a Nairobi. Después una avioneta de la ONG los llevó sobrevolando el lago Victoria hasta un punto de la sabana de Tanzania donde los recogió un jeep, junto con otros cooperantes, y los llevó a un poblado a 40 kilómetros del campamento de Benaco, cerca de la frontera de Ruanda. En aquella casamata donde se instalaron había otros médicos y enfermeras, algunos expertos en logística de supervivencia que montaban letrinas o eran conductores de grandes cubas de agua potable. La primera noche que Daniel R. durmió bajo las estrellas de África pensó en aquella España de 1986 que había dejado atrás, en medio de la euforia de la entrada al Mercado Común, sacudida por la cultura del pelotazo, con los primeros síntomas de lo que iba a llamarse el milagro español, un Madrid en plena Movida, con el PSOE todavía en estado de gracia. Daniel recordó la última imagen de la clínica de la Costa del Sol, la de un millonario que salía desnudo del spa y cruzaba los salones de mármol, envuelta en una toalla impoluta su buena barriga, fumándose un habano.

En este poblado de Tanzania al día siguiente aprendió la primera lección sin preguntar nada. Varios kilómetros antes de llegar el campamento de refugiados, Daniel divisó una nube amarilla de la que se desprendía un hedor peculiar, nunca antes percibido, dulzón y podrido a la vez. De pronto apareció un valle y varias colinas que se perdían de vista cubiertas de plásticos azules, bajo los cuales, como una inmensa gusanera humana, fermentaban cientos de miles de refugiados. Al traspasar las alambradas el jeep de Daniel con otros cuatro médicos se dirigió hacia el campo del cólera compuesto de varios pabellones de madera donde agonizaban y al mismo tiempo parían decenas de mujeres. A veces el feto muerto caía entre las heces dentro de un cubo abierto bajo la camilla. En una ladera Daniel vio a varios equipos de negros cavando fosas. Ese era el verdadero realismo de vanguardia.

Este médico de millonarios tardó unos días en acostumbrarse a aquel infierno. Cada noche durante la cena los cooperantes alineados en una mesa compartida contaban su propia experiencia del día. Daniel percibió la entrega con que aquellos seres habían dejado todo atrás para remediar aquella miseria. Daniel había conocido a misioneros que se comportaban como héroes, pero pensaba que su sacrificio lo realizaban a cambio de la propia salvación; pero muchos de estos médicos y enfermeras ni siquiera creían en Dios. Quemaban su vida por la simple solidaridad humana, sin esperar nada, salvo la sonrisa de un niño tal vez. Con eso les bastaba.

A medida que pasó el tiempo, Daniel se fue haciendo a aquella degradación. Sabía que en la frontera de Ruanda el río Kágera bajaba cada día con cientos de cadáveres acuchillados. No le sorprendió que los cuervos estuvieran tan gordos. Una noche se produjo un espectáculo aterrador. Estaba prohibido permanecer en el campamento después de la puesta de sol por motivos de seguridad. Cuando los cooperantes internacionales habían abandonado el campamento, los cientos de miles de refugiados hutus encendieron hogueras y comenzaron a entonar una canción guerrera que resonaba por todo el valle. Eran cientos de miles de gargantas pidiendo venganza. Los refugiados parecían dispuestos a saltar el cerco, cruzar la frontera y volver a emprender una nueva matanza. Bajo el resplandor de aquel fuego, Daniel pensó que uno de los días más felices de su vida fue aquel en que decidió también saltar el cerco de aquella clínica de lujo, dejar de tomar la tensión a los multimillonarios de la Costa del Sol y seguir los designios de Ángela.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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