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TRIBUNA
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Explorador de los cielos

La tripulación del Apolo 11. Armstrong, a la izquierda.
La tripulación del Apolo 11. Armstrong, a la izquierda.TIME LIFE PICTURES / NASA / GETTY IMAGES

Si recordamos, más de 500 años después, al marinero andaluz Rodrigo de Triana, el primero que avistó las tierras americanas desde una de las carabelas, la Pinta, que comandaba Cristóbal Colón, ¿cómo no va a recordar el futuro el nombre de Neil Armstrong, el primer humano que pisó nuestro único satélite, la Luna? De las alambicadas marañas que son nuestras vidas somos capaces de recordar dónde estábamos, qué hacíamos, en unas pocas, selectas, ocasiones.

El 20 de julio de 1969, cuando alunizó el módulo espacial que transportaba a Armstrong y a su compañero Edwin Aldrin, es, para aquellos que vivíamos entonces, uno de esos momentos. Yo mismo, que tan mala memoria tengo para tantas cosas, lo recuerdo: estaba en Cambridge, y me llamaron, excitados, algunos compañeros para que viese las imágenes de televisión, que, tengo que confesar, no me atrajeron demasiado entonces; fue más tarde, cuando a lo largo de los años reflexioné sobre lo que aquello significa, cuando se fijaron en el esqueleto de mi memoria.

Johannes Kepler, uno de los científicos que, a comienzos del siglo XVII, contribuyeron de manera más destacada a establecer las bases del modelo (heliocéntrico) del universo, que algo más tarde completaría Isaac Newton, imaginó que era transportado a la Luna con la ayuda de demonios lunares, idea que plasmó en un breve texto titulado Somnium (Sueño) publicado en 1634 —esto es, después de su muerte—, en el que describía lo que se vería desde semejante atalaya. El transportista de Armstrong en la misión Apollo 11 fue algo mucho más material, el Saturno V, hasta la fecha el mayor cohete jamás construido, propulsado por combustible líquido (hidrógeno y oxígeno). En su fase inicial, su altura era de 110 metros, con un diámetro de 10 y pesaba 2.900 toneladas. En un sentido muy diferente con el que utilizó esa frase Newton, se podría decir que si Armstrong y sus compañeros astronautas vieron más lejos, fue porque se subieron a los hombros de un gigante, el Saturno V.

En la hora en que despedimos y recordamos a Armstrong, tal vez uno de los detalles sobre los que no deberíamos pasar por alto, uno de los milagros de la misión Apollo 11, es cómo su éxito y lo que representó (la humanidad que, gracias a su ingenio, es capaz de ir más allá, abandonando el planeta al que siempre ha estado anclada) ha servido para que apenas reparemos en que los programas espaciales estadounidenses —y los soviéticos— no fueron en realidad sino apartados de la Guerra Fría, episodios, con un alto grado propagandístico, de la confrontación entre las entonces dos grandes superpotencias, que pugnaban por dominar, ideológicamente al menos, el mundo.

Representativo en este sentido es el hecho de que el diseño y desarrollo del Saturno V se debió en buena medida al famoso ingeniero aeroespacial Werner von Braun, que antes había sido el principal responsable de la fabricación de los cohetes V-2 que, lanzados desde la base alemana de Peenemünde, asolaron (o mejor, atemorizaron) Inglaterra y a su capital, Londres, durante la Segunda Guerra Mundial. Fascinado desde su infancia con la idea de llegar a la Luna, Von Braun no dudó en poner sus grandes habilidades en el campo de la tecnología aeronáutica, al servicio, primero de Hitler y después, ya finalizada la guerra, de Estados Unidos.

Tal vez sea siempre así, o, no seamos tan negativos, con frecuencia. Atributos que ensalzamos como la hermandad de todos los pueblos y la búsqueda de conocimiento entendido como un fin en sí mismo, respondan en última instancia a motivaciones no tan nobles. Pero aun así, también es una de las mejores habilidades humanas el ser capaz de transmutar semejantes orígenes y quedarse con el recuerdo y la lección de lo mejor que hay en esas originariamente no tan loables empresas. En este sentido, deberíamos recordar a Neil Armstrong como representante universal, para todos los tiempos, de que los humanos somos una especie potencialmente magnífica, que no se limita a intentar conocer y transitar por aquello que le es más cercano, una especie capaz de lo mejor, aunque también lo sea de lo peor.

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