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“No pensemos más que la cultura es de izquierdas”

El rockero se fue de Cataluña para huir del nacionalismo y acabó estableciéndose en Euskadi. Hace más falta una limpieza que una consulta, opina

Ricardo de Querol
José María Sanz Beltrán, Loquillo, en el restaurante Vi Cool, en Madrid
José María Sanz Beltrán, Loquillo, en el restaurante Vi Cool, en MadridCarlos Rosillo

Antes de sentarse posa para el fotógrafo, pero se resiste a sus instrucciones: “Llevo 35 años en esto, sé cuál es mi lado bueno”. Encarga una comida ligera: “Que este señor y yo tenemos que trabajar por la tarde”. Pisa fuerte Loquillo, músico de referencia, un tipo de físico imponente y seguro de sí mismo. Compartimos tapas y una larga sobremesa en el sótano de la taberna de su amigo el chef Sergi Arola, otro catalán de los que se sienten en casa en Madrid. La ciudad que lo adoptó como protagonista de la Movida, ese tiempo de creatividad y desmadre entre la muerte de Franco y la irrupción del sida. “En Madrid todo es posible”, afirma. Todavía lo ve así.

Loquillo, o Loco, es el personaje en que José María Sanz (Barcelona, 1960) se metió a finales de los setenta, cuando jugaba al baloncesto y Epi le puso el apodo. Sin ese deporte, confiesa, quizás habría acabado de pandillero o delincuente. Lo cuenta en El hijo de nadie (Ediciones B), su tercer libro, resultado de muchas horas de conversación con el periodista Luis Hidalgo. Más que su biografía, quería contar sus ideas. Se moja.

Reparte los huevos estrellados comentando la muerte, esa mañana, de Sara Montiel. “Es la gran artista de este país. Pero la ridiculizaron. Este país trata muy mal a sus artistas”. Loquillo ve un hilo entre la piratería, la destrucción de la SGAE “desde dentro” y la subida del IVA. Cree que detrás viene la “privatización de la cultura”, el dominio de la industria por las teleoperadoras.

El rockero huía del nacionalismo catalán y encontró refugio en Euskadi

Enfundado en traje gris, Loquillo está “enfadado”, si no indignado. Censura a los políticos por alejarse del ciudadano y comprende que “el cabreo es el cabreo”. Pero recela del escrache: “Da miedo que a alguno se le escape una hostia”. A los políticos, sostiene, se les sacude en las urnas. Él viene de la izquierda, pero pasó “de la disidencia al desencanto”, se sintió excluido por cantar en castellano, se desmarcó del “clan de la ceja”. “No podemos seguir pensando que la cultura es de izquierdas”, afirma. Ya no distingue entre zurda y diestra. Sí se define republicano, como su padre, y agradece irónicamente a Urdangarin su apoyo a la causa.

No quiso seguir el camino de su compañero Sabino Méndez, autor de muchos de sus temas, muy implicado con Ciutadans. “El enfrentamiento entre Cataluña y España es un negocio para los políticos”. ¿Y la consulta? “No me opongo si es legal. Pero antes que hagan limpieza. No vamos a tener una Cataluña independiente con toda esa mierda en casa”. Curiosamente, el músico que huía del nacionalismo encontró refugio en San Sebastián, donde vive con su mujer Susana (que se recupera de un cáncer) y su hijo Cayo. Allí hace vida familiar. “Ya no voy a ir de canalla a los 52. Todos hemos vivido nuestras juergas, pero no hacemos de ello una bandera”, dice renegando del malditismo del rock.

Apura el chupito helado de vodka debatiendo por qué el rock ya no genera estrellas como las de su generación. Porque ya no transmite rabia, responde. “El único género que hoy tiene mala hostia es el hip-hop”. Lo próximo para él es la reedición de cinco álbumes y una gira con Leyva y Ariel Rot. ¿Y después? “No sabréis de mí en ocho meses. Estoy harto de mí mismo”.

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).

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