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El ‘narco’ intenta imponer la ‘omertà’

Decenas de periodistas son asesinados cada año en países como México y Honduras Los expertos alertan sobre una creciente autocensura

Periodistas mexicanos protestan cerca de Tijuana contra la violencia contra el gremio.
Periodistas mexicanos protestan cerca de Tijuana contra la violencia contra el gremio.Guillermo Arias (AP)

Las balas no solo agujerean huesos y carne. También horadan el alma. “El crimen organizado, en mi caso, sí ganó la batalla”, escribió en su cuenta de Facebook el administrador de Valor por Tamaulipas, una plataforma desde la que un usuario anónimo denuncia la impunidad de los narcotraficantes que siembran el terror en su región. Su derrota consiste en haber tenido que exiliar a su familia. Le han impuesto la ley del silencio, una omertà a la mexicana, pero él sigue actualizando su página. Es el día a día de muchos informadores en este país. “En el hotel x es frecuente la presencia de dos halcones —informadores del narco—por las escaleras de emergencias que molestan a los huéspedes”, reportó mientras se escribía este artículo.

El crimen organizado ordena ejecuciones, secuestra, extorsiona, cobra derechos de piso (el de ser y estar) y se preocupa por lo que se dice y se escribe sobre él. Funge como un departamento de comunicación del hampa. La libertad de expresión es una quimera en parte del territorio de México y América central en el que opera el narcotráfico. En Tamaulipas, al norte de México, los pocos periodistas foráneos que entran no suelen pasar allí más de 24 horas y los locales escriben mayoritariamente sobre programas sociales calcados de notas de prensa gubernamentales y loan la producción de chile verde, al parecer más en auge que nunca. Las bandas balacean fachadas de medios de comunicación, como hace unos días la del periódico Mural en Guadalajara, secuestran el número completo de una publicación si no les gusta la portada, llaman a reporteros para intimidarlos en mitad de la noche y a través de estas y otras prácticas consiguen lo que más rédito les proporciona: la autocensura.

David Martínez-Amador, profesor guatemalteco especializado en la etnografía del crimen organizado, sostiene que la verdadera información sobre los carteles permanece en la sombra porque no se puede hacer una buena investigación sobre el terreno. Lo que más aprecian los delincuentes es el anonimato y purgan a quien no lo respete. “Vetan a periodistas. Ellos deciden quién puede estar en su territorio. Al que se desvía del camino le mandan mensajes intimidatorios o definitivos”, señala. En noviembre de 2008, a El Choco, como conocían a Armando Rodríguez, periodista de Ciudad Juárez, lo balacearon cuando salía de su domicilio. Los colegas de profesión sostienen que muchos de sus textos alimentaron películas y libros sobre la ciudad, internacionalmente conocida por los asesinatos impunes de mujeres. Su nombre nunca apareció en los créditos.

Estas amenazas consiguen que la información que se encuentra en los medios sobre la violencia no muestre la foto completa de la realidad, sino apenas una pequeña parte de la misma. El 70% de las noticias no pasan de ofrecer los datos más superficiales. Lo que Martínez-Amador llama la nota del horror. Cuatro ejecutados aquí, siete decapitados allá. Se limitan a contar el hecho sin darle contexto. “No es casualidad que sigamos manejando los mismos nombres de grandes narcotraficantes desde hace 40 años. ¿No ha habido más? En la prensa encontramos la reproducción de lo que han filtrado las agencias de inteligencia, principalmente la de Estados Unidos, a estudiosos o think tanks, pero como no podemos corroborarlo in situ, no podemos saber realmente la verdad”, añade. En estos casos, uno hace más de antropólogo que de periodista.

Hay quien ha optado por tirar la toalla. El periódico el Zócalo de Saltillo anunció en marzo que dejaría de cubrir las noticias relacionadas con el narcotráfico para proteger la vida de sus trabajadores. La gota que colmó el vaso llegó en forma de las narcomantas que los delincuentes colgaron en puentes peatonales de las tres ciudades en las que se distribuye la publicación, Saltillo, Monclova y Piedras Negras. En ellas amenazaban directamente al director.

A otros se les ha impuesto el silencio a la fuerza. El director de un portal de noticias de Ojinaga, un pequeño municipio en la frontera con Estados Unidos, fue acribillado a balazos a principios de año mientras charlaba con el taquero de un puesto callejero. “Muy probablemente esta sea nuestra última noticia”, concluía la nota con la que la web contaba el asesinato de su coordinador. “Este sitio ha sido suspendido, favor de regresar más tarde”, se lee en la página cuando se intenta acceder a ella. Ese más tarde significa más bien nunca, que es otra forma de dar el avión, como se dice en México a postergar algo indefinidamente.

En los dos últimos sexenios —los seis años presidenciales— han muerto 72 periodistas y de 15 no se ha vuelto a saber nada. Artículo 19, una organización que trabaja por la libertad de expresión, detalló en uno de sus últimos informes que no es posible decir con certeza quién los mató o los hizo desaparecer porque las autoridades no han investigado lo suficiente. Era algo que ya venía pasando. Hace ya más de 20 años asesinaron a un periodista de Tijuana, Héctor Félix Miranda, El Gato Félix, cofundador del semanario Zeta, especializado en investigar el crimen organizado. Aún hoy el periódico dedica cada cierto tiempo una página completa a exigir justicia y dan nombre y apellidos de quien se cree que ordenó el asesinato.

“La impunidad es el gran problema. Matar a un informador no cuesta nada. Nadie va a investigar con profesionalidad y es muy poco probable que agarren al culpable”, reflexiona Darío Ramírez, director de Artículo 19 en la zona. En 2012, se registraron 207 agresiones contra periodistas, trabajadores de la prensa e instalaciones de medios de comunicación. En total, siete periodistas muertos. En lo que llevamos de año van por el mismo camino: un asesinato, un secuestro y más de 50 ataques, 19 de ellos vinculados directamente con el crimen organizado.

Esa palabra y otras como narcotráfico y asesinato se han ido esfumando en 2013 de la prensa del Distrito Federal y de los noticieros de televisión en abierto. Su presencia se ha reducido en un 50% respecto al año pasado. El número de homicidios sin embargo se mantiene estable, más de 1.000 al mes. El Observatorio de Acuerdo de Medios cree que esto se debe a que el Gobierno de Enrique Peña Nieto ha dejado de hablar de la guerra del narcotráfico, un tema recurrente del anterior presidente Felipe Calderón, y a que la nueva Administración ha dejado de exhibir a los detenidos en ruedas de prensa, lo que significa menos portadas de periódicos con este tema.

Veracruz, en la costa mexicana, ha sido un lugar especialmente conflictivo para la prensa en los últimos tres años. Nueve periodistas asesinados y tres desaparecidos, el último de ellos Sergio Landa, en paradero desconocido desde el 22 de enero. Hay que sumar la veintena que se ha ido. El caso con mayor repercusión fue el crimen de Regina Martínez, una veterana periodista de la revista Proceso. El compañero que investiga el caso, Jorge Carrasco, ha recibido amenazas e intimidaciones. Hay un hombre analfabeto condenado a 38 años de cárcel por su asesinato, El Silva, que confesó el crimen, pero que después aseguró que lo hizo bajo tortura. El premio que la Asociación Mexicana de Editores de Periódicos (AME) otorgó al gobernador de ese Estado, Javier Duarte, por su compromiso con la libertad de expresión, indignó a muchos en el gremio.

En el norte del país la situación adquiere igualmente tintes dramáticos. En febrero fueron secuestrados cinco empleados de El Siglo de Torreón, un periódico de Coahuila. Fueron liberados 24 horas más tarde, pero el edificio del periódico fue atacado por comandos hasta en tres ocasiones durante la siguiente semana. El trabajador de una fábrica cercana que pasaba por allí murió víctima de una bala perdida. Ese Estado está a la cabeza de las intimidaciones a la prensa. Las instalaciones de El Diario, donde trabajaba El Choco, y el Canal 44, en Ciudad Juárez, también fueron balaceadas.

La organización Artículo 19 lamenta en su informe el escaso interés de las autoridades por encontrar a los culpables: “La impunidad con la que operan los agresores de la prensa fomenta los ataques contra la libertad de expresión e impone el silencio a los medios de comunicación como política editorial”, señala el documento.

En medio de este contexto, el jefe de policía de Ciudad Juárez, Julián Leyzaola, afirmó hace unas semanas, en unas declaraciones recogidas por la prensa local, que algunos medio son “puntos negros” y que “lo único que están haciendo es que ellos mismo construyan su propia tumba”.

La pandemia se expande hacia el sur del continente. Fidelina Sandoval fue tiroteada este mismo mes cuando estaba a punto de cruzar un bulevar para llegar a los estudios de Globo tv, una televisión hondureña.

La periodista, que afortunadamente salió ilesa, ha cubierto el proceso de depuración que el Gobierno está llevando a cabo en la policía, después de que se conociera que un puñado de agentes estuvo involucrado en el asesinato de Rafael Alejandro Vargas Castellanos, el hijo de la rectora de la universidad autónoma del país. Era un universitario de 23 años que fue asesinado junto a otro amigo en octubre de 2011. El repudio de la sociedad hondureña ante este crimen fue similar al de la mexicana tras el asesinato del hijo de Javier Sicilia, que escribió sus últimos versos y abandonó la poesía temporalmente después de la pérdida.

¿Tendrá que ver con este asunto el atentado contra Sandoval? ¿La quisieron matar o solo pretendían asustarla? ¿O será por aquello que reporteó sobre el conflicto agrario en el valle del bajo Aguán? No lo sabe y no tiene muchas expectativas de llegar a averiguarlo. El índice de impunidad del delito es del 89% en el país. “Hay tantos frentes abiertos que está imposible acertarle”, señala la propia Sandoval.

En los últimos tres años, tiempo que comprende el Gobierno de Porfirio Lobo, han fallecido de manera violenta 33 periodistas en Honduras, según los datos que recoge el Comité para la Libertad de Expresión (Clibre). La violencia que rodea la profesión es tal, que los profesionales reconocen que ha terminado por desvirtuar el oficio. “Se hace un periodismo acomodado, sin apenas investigación, timorato”, explica Miriam Elvir, miembro del comité. Otro de los problemas es el sobre con dinero que reciben algunos informadores de distintas fuentes interesadas. “Se obedece absolutamente la línea editorial de cada medio y se da por bueno lo que dicen algunas fuentes”, añade.

La llegada a Centroamérica de Los Zetas, un cartel mexicano fundado por desertores del Ejército, disparó todo tipo de especulaciones sobre un nuevo orden criminal. Los expertos creen que, de todos modos, las pandillas siguen dominando el territorio y las cárceles.

El periodista Ángel Sas, de 28 años, descubrió la forma en la que unos zetas habían conseguido armas del Ejército guatemalteco. Tras publicarlo en el periódico en el que trabajaba, le amenazaron de muerte por teléfono. Se fue unos días a Costa Rica hasta que se calmara la situación y al regresar abandonó durante un tiempo el periodismo. “Acá el narco no es tan violento, pero es traicionero”, reflexiona el ahora reportero del periódico Prensa Libre. Recuerda cuando le invitaron a pasar unos días en la finca de un traficante del cartel de Sinaloa, una costumbre muy del colombiano Pablo Escobar, que reunía en su hacienda a informadores, políticos y militares colombianos. Sas lo rechazó porque, aunque la propuesta resultaba tentadora, suponía establecer lazos indeseables.

El reportero pide que la gente se acuerde sobre todo de los periodistas de interior, los que trabajaban en las provincias alejadas de las capitales, que son en última instancia los que más se tienen que verse cara a cara con el crimen organizado.

Samuel González, profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) experto en seguridad, incide en la gravedad del problema de la autocensura. En su opinión, es lo mismo que sucedió con la mafia italiana en Sicilia, que se ocupaba de que no se publicara nada sobre sus actividades. “En Nuevo Laredo, Monterrey, Sinaloa, Michoacán y la misma Tamaulipas los propios profesionales se imponen el silencio porque existe el riesgo real de que los maten. No son amenazas gratuitas”, explica. Señala a Los Zetas como unos expertos en aplicar este tipo de censura. “La lucha contra la delincuencia tiene que ver con que los periodistas puedan ejercer su libertad de expresión. Las personas tienen que tener derecho a hablar libremente y a estar informados. Y ese derecho no existe ahora mismo en determinados sitios”, se explaya.

A diario, al acercarse al quiosco o a los semáforos, uno se encuentra con la prensa popular, la que vale cinco pesos (30 céntimos de euro). Está llena de imágenes de hombres decapitados, colgados en puentes o descuartizados en bolsas de basura, pero por lo general no incluye ni una línea con los nombres de los verdaderos culpables. El crimen organizado se ha especializado en propagar un espeso humo sobre la información que le incumbe. Y hay territorios en los que ese humo amanaza con ahogar completamente la libertad de expresión.

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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