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Columna
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Monstruos muy nuestros

No podemos consolarnos pensando que casos como el de Ariel Castro en Ohio son una rareza

Gabriela Cañas

El relato que se va conociendo sobre las tres jóvenes que han permanecido secuestradas en Estados Unidos durante 10 años ha vuelto a estremecer al mundo. Ninguna de las tres ha muerto y, una vez liberadas de su cautiverio, están oficialmente “sanas y salvas”. Escandaliza sobremanera, sin embargo, la negrura del mal que proyecta su abyecto protagonista, un exconductor de autobús escolar aficionado a la música, de 52 años, llamado Ariel Castro, el hombre que las secuestró, las violó sistemáticamente, las apaleó y les arrebató parte de su juventud y, seguramente, de su autoestima.

Castro no es el primero y, lamentablemente, quizá no sea el último monstruo que descubramos detrás de una máscara de ciudadano corriente en una sociedad rica, avanzada y culta. Otros demonios han jalonado primero el camino. Ahí están los más recientes, como Josef Fritzl, un hombre felizmente casado habitante de un verde y paradisiaco pueblo austriaco llamado Amstetten, pegado, por cierto, al campo de concentración de Mauthausen; también a orillas del Danubio. Fritzl secuestró durante 24 años a su propia hija, con la que tuvo siete hijos. Y ahí está Wolfgang Priklopil, el hombre que secuestró a Natasha Kampush cuando solo tenía 10 años y la mantuvo a recaudo, enterrada en vida y a su merced hasta los 18.

Cuesta creer el relato de las víctimas y, sobre todo, cuesta ponerse en su lugar. Ni ellas son capaces a veces de superar la prueba de entenderse a sí mismas, de aceptar el lugar que, a la fuerza, ocuparon. He ahí el rechazo de una de las secuestradas en Cleveland (Ohio), Michelle Knight —la que supuestamente sufrió el peor trato de Castro, con cinco abortos a resultas de las palizas que recibía—, a reencontrarse con su familia una vez que ha abandonado el hospital. No es difícil imaginar la profundidad de las lesiones de una persona obligada a satisfacer al verdugo que la ha molido a palos y del que ha dependido toda su vida.

Hay quien alegará que tales sucesos son resultado de unos pocos, muy pocos, personajes aquejados de una grave enfermedad mental que les lleva a cometer actos tan atroces. Sin embargo, hay en estos hechos demasiados elementos comunes con una cultura que sigue fomentando la violencia contra las mujeres como para desecharlos tan alegremente. Hemos sido testigos de demasiadas películas de sadismo sin límites y sabemos de demasiados sucesos de violencia de género (cargados habitualmente de una agresividad casi salvaje) como para poder considerar que esos monstruos que de vez en cuando descubrimos son solo una rareza social.

Los monstruos de Amstetten, Viena y Cleveland los ha engendrado una sociedad que convive con naturalidad con ese nivel de violencia doméstica y con un mercado del sexo que se nutre de millones de mujeres violadas, maltratadas y esclavizadas por las mafias, con una sociedad en la que los clientes pretenden creer que ellas son trabajadoras voluntarias (alguna habrá), porque, de otra manera, ya habrían cambiado de oficio. Son sociedades no tan alejadas de esas que a veces nos repugnan, como la paquistaní, la afgana o la india, donde cientos de mujeres son brutalmente violadas o masacradas en masa cada día.

Castro se ha declarado un obseso por el sexo y tendremos una tendencia natural a aceptar que esa enfermiza obcecación es una excusa aceptable, como si el sexo tuviera alguna relación con ese grado de violencia con la que él ha sometido a las tres jóvenes. El problema es que ni a Castro ni a Fritzl ni a Priklopil les han faltado modelos, pautas de comportamiento en las que verse reflejados y con las que sentirse obsequiados: el poder, la dominación, la supremacía masculina… Es más fácil aceptar la singularidad de unos cuantos locos que ponerse a trabajar para terminar con los síntomas enfermizos de una sociedad incapaz de desterrar sus instintos más injustos y primarios. En ocasiones, incluso, son el mejor reclamo para vender un poco de falsa felicidad.

Natasha Kampush se está haciendo de oro con su libro de memorias, con el relato de sus terribles penurias. Me alegro por ella y espero que su éxito sea más producto de nuestro interés por indagar en nuestra complicada condición humana que resultado del morbo a que nos conduce esta salvaje y primitiva locura.

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Sobre la firma

Gabriela Cañas
Llegó a EL PAIS en 1981 y ha sido jefa de Madrid y Sociedad y corresponsal en Bruselas y París. Ha presidido la Agencia EFE entre 2020 y 2023. El periodismo y la igualdad son sus prioridades.

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