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“Tenía miedo de que la verdad muriera conmigo”

Condenado a muerte en un juicio sin garantías, Paco Larrañaga cumple 40 años de prisión Fue sentenciado en Filipinas, cumple la pena en España y confía en un indulto

Mónica Ceberio Belaza
Francisco Larrañaga, el pasado jueves en Madrid.
Francisco Larrañaga, el pasado jueves en Madrid. ULY MARTÍN

Paco Larrañaga estudia cocina en la escuela de Karlos Arguiñano. De lunes a viernes, sale de la cárcel y aprende a elaborar platos de todo tipo. Le gusta la cocina vasca. Está convencido de que su vida, a los 35 años y después de todo lo que ha pasado, solo puede ir a mejor. Pero aún se le pone la piel de gallina cuando recuerda el día en el que la entonces presidenta de Filipinas, Gloria Macapagal Arroyo, anunció en abril de 2006 que conmutaba la pena de muerte por cadena perpetua a 1.000 presos.

Él estaba entonces en el corredor de la muerte, condenado por violación y asesinato en un proceso plagado de irregularidades: no pudo declarar en el juicio; sus testigos y pruebas exculpatorias no fueron aceptados; la única evidencia en su contra fue la declaración de un delincuente que lo incriminó y se autoinculpó pero no fue condenado... Rezaba cada día para que no llegaran a ejecutarlo. "Toda la cárcel tembló ese día. Era un hervidero de emociones, tanto para los que estaban el corredor como para los otros", recuerda, visiblemente emocionado. "Se acabó esperar el momento en el que iban a matarte".

Tras la abolición de la pena de muerte en Filipinas y gracias a su nacionalidad española —su padre es vasco y su madre, filipina—, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero logró traerlo a España en 2009, donde cumple aún una condena de 40 años en la prisión de Martutene (Gipuzkoa), el tiempo máximo que permiten las leyes españolas; el que se impone a terroristas con delitos de sangre. Se entrevistó con EL PAÍS el pasado jueves, cuando viajó a Madrid para participar en una jornada contra la pena de muerte organizada por el Consejo General de la Abogacía Española.

Justicia y Exteriores ultiman un informe sobre si debe pedirse el indulto a Filipinas

Logró escapar a la inyección letal pero no evitar la cárcel. A pesar de los múltiples datos que apuntan a su inocencia —la ONU y asociaciones de derechos humanos han dictaminado que su juicio fue una farsa— y de que un proceso como el suyo sería impensable en España, lleva en prisión 16 años. Aún le quedan 24 para cumplir su condena.

España aceptó hacer cumplir la pena pendiente para lograr el traslado, de forma que la única solución jurídica para que salga de la cárcel parece ser que el Gobierno pida el indulto, total o parcial. Una medida de gracia que España debe solicitar a quien lo juzgó: Filipinas. Los ministerios de Justicia y Asuntos Exteriores están ultimando un informe sobre el caso que presumiblemente estará listo en las próximas semanas y que será enviado al Consejo de Ministros. Después, queda aún que el país asiático acepte conceder lo que le pida el Ejecutivo español. "Tengo esperanzas de que salga todo bien", dice, confiado. "Pero solo hago planes a corto plazo, de seis meses en seis meses".

Quien ha vivido el infierno, como Larrañaga, aunque siga en la cárcel, solo tiene palabras de agradecimiento para quienes le ayudaron a salir de Filipinas. Su vida es mejor. La prisión es mejor. Sus condiciones carcelarias son mejores —está clasificado en segundo grado pero puede salir de la cárcel a estudiar cada día gracias a la aplicación de un artículo del reglamento penitenciario, el 100.2, que permite flexibilizar sus condiciones—. "Hacía muchos años que no había podido tirar de la cadena de un váter", dice con una media sonrisa. En la cárcel filipina solo había agujeros en el suelo y dormían los unos pegados a los otros en pasillos de prisiones que cuadruplicaban su capacidad.

"Cuando llegué a Soto [del Real, en Madrid, la primera cárcel por la que pasó en España antes de que le enviaran a Martutene] pensé que era un hospital de lo limpia que estaba", recuerda. "Quiero dar las gracias al Gobierno español y también a la gente de la cárcel de Martutene por el trato que me han dado". Recluido desde los 19 años, había olvidado muchas cosas. "No había ni Internet cuando entré preso", relata. "Cuando salí de permiso por primera vez en San Sebastián, no sabía coger un autobús. Me agobiaba el ruido. Todo era nuevo".

En el juicio no me dejaron declarar ni presentar testigos de mi inocencia”

Su calvario comenzó en 1997. Larrañaga tenía en ese momento 19 años y estudiaba hostelería en Manila (Filipinas). Su familia vivía en Cebú, una isla situada a más de 500 kilómetros de la capital donde el 16 de julio de ese año tuvo lugar un suceso que conmocionó a la población: la desaparición de las hermanas Maryjoy y Jacqueline Chiong, de 19 y 21 años.

Los cuerpos de las dos jóvenes nunca fueron hallados. Se encontró un cadáver que se atribuyó a Maryjoy, pero no se practicaron pruebas de ADN y los reconocimientos no fueron claros. Nunca quedó acreditado judicialmente que el cadáver fuera suyo. Por otro lado, la investigación policial se demoró: no tenían muchas pistas y algunas, como que el padre de las muchachas estaba citado para declarar en contra de un poderosísimo narcotraficante, jamás se estudiaron. Meses más tarde, ocho jóvenes —que según la defensa ni siquiera se conocían entre sí— fueron detenidos. Larrañaga entró en prisión en septiembre.

"De repente llegaron unas personas a mi escuela", recuerda. "Me decían 'al suelo, al suelo'. Iban armados, pero sin uniforme. Cuando me enteré de las acusaciones, al principio no me preocupé. Pensé que, como estaba en Manila ese día y había decenas de testigos, lo comprobarían y me dejarían marchar. Realmente no fui consciente de lo que iba a pasarme hasta mucho más tarde".

Que los otros presos pensaran que era un montaje me ayudó a sobrevivir”

El hispano-filipino fue condenado a cadena perpetua por detención ilegal y secuestro dos años después, en 1999.

No le dejaron declarar en el juicio. Nadie tomó en cuenta a los múltiples testigos que acreditaron que cuando las chicas desaparecieron él no estaba en Cebú sino en Manila. Esa mañana se estaba examinando en la Escuela de Artes Culinarias de la capital y por la noche seguía en la ciudad, donde cenó con unos amigos. La profesora de la escuela, compañeros de clase, el guardia de seguridad del edificio donde vivía, los amigos con los que estuvo aquella noche... Todos atestiguaron que estuvieron con él ese día, pero no sirvió de nada. Había más gente dispuesta a declarar, pero el juez no aceptó el testimonio.

"Empecé a escuchar mentiras y vi que era un montaje para condenarnos", relata. "La madre de las chicas decía que yo iba con su hija al instituto. En realidad, estudié en un seminario y no en un colegio mixto, algo muy fácil de comprobar. No había ninguna prueba que nos incriminara y yo solo conocía a dos de los acusados. No conocía a las víctimas ni a su familia. Pero daba igual. El caso se convirtió en un show mediático. Todos querían un culpable".

A pesar de todo, no había pruebas. Pero, de repente apareció un testigo de cargo: Davidson Rusia, un delincuente que aseguraba haber participado en el crimen. Identificó a todos los acusados, dijo que habían violado y matado a las chicas y logró la condena de los ocho. Curiosamente, él no fue juzgado ni penado por estos hechos y la madre de las chicas desaparecidas le hizo, públicamente, varios regalos. Los abogados de la defensa no pudieron interrogarlo.

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"En ese momento yo ya solo pensaba en lo que me esperaba. Me ayudó mucho que los compañeros de la cárcel estuvieran convencidos de que todo era un montaje, porque no es fácil sobrevivir en la cárcel cuando te han condenado por violación". Una ikurriña le acompañaba en su celda.

Larrañaga y sus compañeros recurrieron al Tribunal Supremo, presidido por el familiar de una de las víctimas —que se abstuvo—. "Creo que fuimos el único caso en la historia del tribunal en el que no solo no nos dieron la razón sino que agravaron la condena a pena de muerte". Se la impusieron a todos menos a uno de ellos que era menor de edad. "El corredor de la muerte es un sitio muy complicado. Muchos se desesperan. Supongo que si eres culpable es peor, porque te echas la culpa de lo que pasa. Yo era inocente y traté de quitarme el rencor de encima. Pensé que no tenía sentido pasar mi corta vida amargado y los perdoné a todos. Sí tenía miedo de que la verdad muriera conmigo".

En 2006 se abolió la pena de muerte... y el comité de derechos humanos de la ONU dictaminó a su favor en un informe muy duro que señalaba, entre otras cosas, que el tribunal de primera instancia y el Supremo no respetaron las garantías procesales mínimas ni su presunción de inocencia. "Cuando España empezó a movilizarse vi abrirse una ventana. Te das cuenta de que lo que ha pasado no es lógico y empiezas a pensar que tal vez tenga remedio. Lo tuvo en parte. Abolieron la pena de muerte y me trajeron a España".

Cuatro años después, a pesar de la cárcel, trata de rehacer su vida con una chica que ha conocido; vasca, como su padre. Confía en el indulto. Pero, incluso si lo lograra, no sabe si podría volver a Filipinas. "Tengo miedo. Me gustaría regresar, tener un juicio justo y limpiar mi nombre, pero no creo que sea posible y no quiero causar más problemas a mi familia. Ellos ya han luchado y me han salvado la vida".

Mientras, sigue con las clases de cocina, que acabará el año que viene. Viendo cómo la gente disfruta con sus platos en el restaurante de la escuela de Arguiñano.

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Sobre la firma

Mónica Ceberio Belaza
Reportera y coordinadora de proyectos especiales. Ex directora adjunta de EL PAÍS. Especializada en temas sociales, contó en exclusiva los encuentros entre presos de ETA y sus víctimas. Premio Ortega y Gasset 2014 por 'En la calle, una historia de desahucios' y del Ministerio de Igualdad en 2009 por la serie sobre trata ‘La esclavitud invisible’.

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