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“¿Por qué un violador puede seguir en el campus y nosotras debemos callar?”

Diversas campañas de estudiantes universitarias luchan para terminar con los abusos en los campus, que afectan a una de cada cuatro alumnas

Sofie Karasek, durante la entrega de firmas ante el Departamento de Educación.
Sofie Karasek, durante la entrega de firmas ante el Departamento de Educación.Kumar Ramanathan

Sofie Karasek se presenta en Twitter: “Superviviente de agresión sexual trabajando por la justicia en Berkeley”. Como ella, una de cada cuatro estadounidenses sufrirán algún tipo de abuso durante su carrera universitaria. Protagonizan un movimiento social en el que, primero de manera anónima y ahora con nombres y apellidos, han dejado atrás las campañas de concienciación para convertirlas en denuncias reales contra sus universidades y ante el Departamento de Educación.

El Gobierno federal ha abierto tres investigaciones en la Universidad de Carolina del Norte Chapel Hill para determinar cómo gestionó diferentes casos de agresiones sexuales -desde violaciones y asaltos a acoso verbal y físico- y supuestas represalias contra los alumnos que las denunciaron. Una coalición de estudiantes ha denunciado al centro Swarthmore, en Filadelfia, por violar la regulación federal. En la Universidad de Berkeley, California, reclaman que las autoridades disuadieron a las víctimas de denunciar los ataques. Y Yale acaba de acordar con el Gobierno federal el pago de una multa de 165.000 dólares por no revelar, como obliga la ley, el número de agresiones ocurridas en su recinto.

“No entendemos por qué un violador puede seguir caminando por el campus, ir a clase y graduarse, mientras nosotras tenemos que callarnos y enfrentarnos a represalias si le denunciamos”, dice Karasek, de 20 años, y una de las nueve alumnas que se han querellado contra Berkeley ante el Gobierno. La joven fue agredida sexualmente por otro alumno durante un viaje con una asociación de estudiantes fuera del campus. El agresor era el líder del grupo que coordinó la salida. Cuando supo que había asaltado a otra joven, acudieron a las autoridades de la universidad para denunciarle. “Me sentí traicionada. No entendí por qué no hicieron nada para impedir que atacara a otras víctimas, por qué no le expulsaron”, recuerda. “Nunca confirmaron que recibieron la demanda ni preguntaron si queríamos participar en una investigación”.

Desde 2011, el Gobierno de Estados Unidos reconoce las agresiones sexuales como una forma de discriminación

La política federal de universidades, aprobada en 1972, prohíbe la discriminación sexual en los centros educativos y obliga a sus responsables a proteger a los estudiantes. La normativa del Departamento de Justicia contempla además como discriminación sexual “no informar de un caso de agresión, incitar a las víctimas a no denunciarlo y no tomar medidas que impidan nuevos abusos”.

Las víctimas reconocen el respaldo del Gobierno desde que en 2011 admitiera las agresiones sexuales como una forma de discriminación. Pero el verdadero punto de inflexión lo protagonizó Angie Epifano, una estudiante de Amherst College (Massachusetts ), cuyo relato de la violación que sufrió provocó una reacción en cadena cuyo penúltimo eslabón fue la entrega de más de 100.000 firmas, la semana pasada, ante el Departamento de Educación para que intervenga.

“Cuando toqué fondo empecé a acudir al asesor de víctimas de agresiones sexuales del campus”, escribió Epifano. “Básicamente me dijeron que no se pueden cambiar las residencias estudiantiles, que hay demasiados alumnos, que presentar cargos sería inútil, que él estaba a punto de graduarse, no hay mucho que podamos hacer. “Ah, y ¿estás segura de que fue una violación?”

Centenares de jóvenes leyeron en la carta de Epifano su propia historia. Su abandono de la universidad, la falta de ayuda de quienes debían protegerla, la ausencia de investigaciones y la impunidad con la que su agresor siguió estudiando. Entre ellas estaba Karasek, que también habla de haber sido “doblemente agredida” por su asaltante y por la institución. “La traición de Berkeley fue peor que la agresión en sí”.

Mientras se resuelve su demanda, Karasek, alumna de Política Económica, participa en una de las múltiples campañas surgidas en los últimos años para luchar contra los abusos y su impunidad. Reconoce que la proliferación de páginas de denuncia y las las posibilidades que ofrecen las redes sociales han ayudado a convertir a las supervivientes en activistas.

“Ahora hay manera de saber que es algo que ocurre todos los días y que las víctimas no están solas. Cuando leen una historia como la de Angie [Epifano], no se trata sólo de otra víctima, también reconocen que han sufrido la misma traición por parte de las instituciones”, añade Danielle Dirks, profesora de Sociología en Occidental College y participante en una demanda colectiva contra ese centro.

Dirks explica que el primer objetivo de estas campañas fue por la “tolerancia cero” hacia las agresiones sexuales en el campus. Hoy tienen la mirada fija en las sanciones a los agresores y a las universidades que maquillan datos que están obligados a revelar. Víctimas y expertos reconocen que uno de los mayores obstáculos de cara al aumento de las sanciones es la falta de denuncias a la policía.

Según un estudio encargado por el Departamento de Justicia, las violaciones son el crimen más común en los campuses de EE UU y en nueve de cada diez casos, la víctima conoce a su agresor, pero en menos del 5% de los casos hay una denuncia formal. Karasek, que ni siquiera compartió la agresión con su familia, asegura que nunca hubiera podido enfrentarse a la atención que despiertan estos casos al llegar a la justicia ordinaria.

La otra cara de ese silencio, explica Dirks, es que las mismas instituciones donde las víctimas buscan refugio, son altamente dependientes de financiación privada y no quieren revelar el número de agresiones que se producen en sus campus para que no parezca que tienen un problema. Uno de los objetivos de las diferentes demandas es que el Departamento de Educación retire las ayudas federales a aquellos centros que incumplan la ley. “Lo que necesitamos es que las universidades no sólo sientan la presión de sus propios estudiantes, sino también del Gobierno federal. Y esto todavía no ha ocurrido”.

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