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“Que el diablo se ocupe de mí”

El suicidio dell secuestrador y violador de Cleveland deja tras de sí incógnitas sobre su custodia Ariel Catro había sido condenado a 1.000 años de cárcel

Ariel Castro, en el centro, durante su juicio.
Ariel Castro, en el centro, durante su juicio. AARON JOSEFCZYK (REUTERS)

La muerte de Ariel Castro, el hombre que sistemáticamente abusó física, psíquica y sexualmente de tres mujeres a lo largo de más de una década en Clevelad (Ohio), cumpliendo ya condena en la cárcel, en asilamiento y vigilado, no ha causado precisamente compasión social. Pero, tras haberse quitado la vida colgándose con una sábana en su celda, han surgido incógnitas acerca del control en la prisión y de si había mostrado indicios previos de tendencia al suicidio que pasaron despercibidos.

Muchos comentarios en Internet, nada más conocerse la muerte de Castro, eran elocuentes: “¿A quién le importa? No era más que un criminal”; “¡Gracias! Castro ya no es un huésped a cargo del bolsillo del contribuyente”; “El muy cobarde no fue capaz de aguantar ni una infinitésima parte de lo que hizo sufrir a sus víctimas”, y este último era uno de los comentarios más empáticos.

Al margen de que haya quien vea en el fallecimiento de Castro, cuya autopsia ha confirmado que fue un suicidio por ahorcamiento, una pena de muerte no dictada pero consumada, hay algunas preguntas que se hacen inevitables y que ponen en cuestión si funcionó el sistema de prisiones. ¿Por qué Castro no estaba bajo vigilancia especial por riesgo de suicidio? ¿Por qué no fue sometido a una revisión psicológica que hubiera alertado de sus planes? ¿Cómo es posible que el que quizá sea el criminal más infame que haya conocido Ohio solo estuviera sometido a custodia vigilada cuando la policía encontró en el registro de su casa una nota de hace unos años en la que escribía lo siguiente: “Quiero acabar con mi vida y que sea el diablo quien se encargue de mí”?

“Si no se hubiera suicidado, alguien lo habría matado”, dice un conocido

Detenido el pasado 6 de mayo, después de que una de las víctimas, Amanda Berry, lograra escapar de la casa de los horrores en la que sobrevivía junto a Gina DeJesus y Michelle Knight a las palizas y violaciones —entre otras vejaciones— infringidas por su captor, Castro no estuvo ni un mes bajo vigilancia especial por temor a que se suicidara en la cárcel donde fue encerrado en el condado de Cuyahoga.

En ese centro penitenciario, cada movimiento del criminal, que fue condenado en agosto por un juez a cadena perpetua más una pena de 1.000 años de cárcel tras declararse culpable de 937 cargos —entre ellos, secuestro y violación— para evitar la pena de muerte, era controlado cada 10 minutos. El registro que mantuvieron entonces los carceleros es un diario plagado de actividades mundanas.

La más llamativa de las entradas escritas por aquellos días de mayo sobre cuartillas de papel rayado —con letra a veces casi ininteligible— es una advertencia a Castro por parte de uno de los funcionarios de prisiones en la que le dice que no puede usar un muelle del colchón que estaba suelto para limpiarse los dientes. Un sargento acabó por arrancar esos mismos muelles defectuosos para evitar problemas. Otro apunte describe a Castro andando desnudo en su celda después de una visita de una enfermera para una evaluación psiquiátrica y después de haberse quejado de pasar frío debido al aire acondicionado.

Los guardias comprobaban su estado cada 30 minutos

La gran parte del tiempo, Castro, de 53 años, yacía tumbado sobre su litera, la de abajo, contemplando la de arriba o durmiendo. Uno de los guardas anotó el momento en que el violador se paró un tiempo a contemplar su imagen en el espejo mientras se enjuagaba los dientes. “Domingo, 9.20 de la mañana. El prisionero no quiere ducharse porque dice que le duele la cabeza”.

Por aquel entonces, Castro no estaba autorizado ni a recibir visitas personales ni a recibir correo o realizar llamadas telefónicas. Sí le visitaban los detectives al cargo del caso y los médicos que de forma rutinaria comprobaban sus niveles de azúcar.

Los abogados del convicto intentaron sin éxito durante la estancia de Castro en la cárcel de Cuyahoga, y antes de que fuera transferido a las autoridades estatales, que se le realizara un examen psicológico. En una entrevista del mes pasado, después de que el juez dictara sentencia, los letrados declararon que su cliente tenía el perfil de un sociópata y que esperaban que las autoridades competentes se hicieran cargo y le estudiaran para usar los hallazgos en detener a otros depredadores sexuales.

Se le había retirado, por seguridad, un muelle suelto de su colchón

El pasado 5 de junio, a Castro se le levantó la vigilancia impuesta a aquellos internos que se teme que intenten suicidarse, ya que las autoridades determinaron que no existía ese riesgo. El hombre que declaró ante el juez no ser un monstruo sino estar enfermo —adicto a la pornografía y el sexo— recuperaba la posibilidad de hablar por teléfono —solo con su madre y su hermana— y recibir correo en el Correccional de Oriente (Ohio) al que fue trasladado.

La mayoría del tiempo lo pasó tumbado sobre su camastro o viendo la televisión. Su estatus carcelario de entonces era el de reclusión en la unidad de aislamiento, donde se lleva una existencia de casi absoluta soledad, con el contacto con los guardas por única compañía. El preso permanecía encerrado 23 horas al día y solo tenía una para salir al exterior, donde también debía de estar solo. Si iba a la ducha, a llamar por teléfono, a jugar al baloncesto… tenía que hacerlo siempre en soledad.

Cada 30 minutos, los funcionarios de la prisión comprobaban su estado. Castro aprovechó el descanso de un celador en ese tiempo para colgarse. En el cuaderno dedicado al preso se lee que un martes el reo pasó 20 minutos cortándose las uñas de los pies y las manos. El resto del tiempo dormitó o contempló el techo. Castro vivió dos meses sabiendo lo que le deparaba el futuro. Y no le gustó.

Tito DeJesus, que conocía a Castro e incluso tocó en bandas musicales con él, declaró, tras conocer su suicidio, que no estaba sorprendido por su muerte, especialmente debido a la nota de 2004 que encontró la policía en la que decía que deseaba poner fin a su vida. “Si no se hubiera suicidado alguien lo habría matado”, dijo DeJesus, que no tiene relación alguna de parentesco con Gina DeJesus. “Lo que es seguro es que no hubiera durado mucho en la cárcel”.

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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