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Un experimento exitoso, el consumo no deja rastro en la ficha policial

En este país, tomar droga sigue siendo algo prohibido pero el consumo no está penalizado

Antonio Jiménez Barca

En los años ochenta y noventa, en Portugal, el consumo de heroína y el ascenso del sida relacionado con las drogodependencias alcanzó las cifras más elevadas que en el resto de Europa. La política puramente represiva no funcionaba y en 1998 un comité de expertos reunidos por el Gobierno (por entonces presidido por el socialista António Guterres) recomendó aprobar una ley que no criminalizara el consumo. Fue aprobada en 2001, aún está en vigor y, según los datos, ha sido un éxito.

En líneas generales, la ley funciona así: en Portugal, consumir droga sigue siendo algo prohibido, pero el consumo no está penalizado. De esta manera, si la policía descubre a alguien con droga (cualquier tipo de droga, desde hachís a heroína) es llevado a la comisaria. Allí se inspecciona la cantidad que lleva encima: si es superior a lo que se consideran 10 dosis —cada droga tiene su tabla de medidas correspondiente— es detenido por considerarlo un traficante. Si es menor, es encaminado, en los días siguientes, a una suerte de comisión de seguimiento compuesta por un jurista, un psicólogo y un asistente social. En ningún caso el ciudadano será fichado ni deberá pasar por ningún tipo de juicio.

Esta comisión, que depende del Ministerio de Salud y no del de Justicia o Interior, evaluará el perfil psicológico y sociológico del drogadicto, su grado de adicción y, en su caso, le dirigirá hacia centros de desintoxicación o, cuando menos, le abrirá las vías del sistema para su tratamiento. Solo si el mismo ciudadano es aprehendido varias veces con droga, esto es, si es reincidente, esta comisión puede imponerle multas (de hasta 600 euros) o alguna sanción como trabajos sociales para la comunidad o la prohibición de frecuentar determinados locales. Pero sigue sin ingresar en la vía penal, sigue sin estar fichado.

Solo si se reincide, se imponen multas de hasta 600 euros o trabajos sociales

El director general del Servicio de Intervención de Comportamientos Adictivos y Dependendencias del Ministerio de Sanidad portugués, João Castel-Branco Goulão, insiste en que de lo que se trata es de evitar el “estigma” del drogadicto, que este pueda rehabilitarse, y de enfocar todo el sistema hacia la curación y no hacia la represión. “Se trata de perseguir la enfermedad, pero no a los enfermos. El Estado portugués está contra la droga. Por eso su consumo está prohibido. Pero no va contra los drogadictos. Por eso no se les incrimina. De ahí que, una vez rehabilitados, puedan volver a la vida normal sin haber sido detenidos y, lo más importante, sin que conste en ningún sitio que han sido detenidos, lo que es vital para, por ejemplo, encontrar trabajo”.

Castel-Branco Goulão añade que en la lucha contra la droga, actuar basándolo todo en la represión no da resultado. Y aporta datos: en 1997 había cerca de 100.000 drogadictos “muy problemáticos”, la mayoría heroinómanos, casi un 1% de la población, una cifra ciertamente alarmante. Hoy ese número ha descendido a la mitad. “El consumo ha evolucionado paralelo a otros países, pero hay más acceso a los sistemas de tratamiento”, asegura. Este experto agrega que, además, se ha conseguido erradicar —o se está en camino de erradicar— el miedo a la autoridad policial en este asunto y que ha crecido el número de personas que, por su cuenta, acuden a las instituciones en busca de ayuda para salir de la adicción.

Con todo, la ley portuguesa está un paso atrás que la de Uruguay, ya que en este país se legaliza —y regulariza— el consumo de marihuana, exactamente como el alcohol. “Nuestra ley se aprobó hace ya casi 14 años. Por eso debemos estar atentos a lo que pasa en Uruguay. En esto nadie tiene una respuesta clara. Pero de la misma manera que en su tiempo otros países miraron a Portugal, hoy debemos mirar a Uruguay para ver cómo se desarrolla todo”, concluye Castel-Branco Goulão.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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