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Tribuna
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¿Crisis económica o política?

Una avanzadilla ideológica encaminada a la transformación del modelo social de convivencia vigente en España

Madrid ha ganado. Esta vez han pasado, pero de largo, las políticas neoliberales que pretendían privatizar la sanidad madrileña. Esto es tremendamente importante y debería ser motivo de júbilo para todos los defensores de una sanidad pública y universal. Debería, además, servir de ejemplo para tratar de parar otras reformas en marcha en la misma línea privatizadora que arteramente pretenden legitimarse basándose en el doble argumento de que la única salida de la crisis son las políticas de austeridad y que la mejor manera de asegurar ésta es mediante la privatización de gran parte de los servicios públicos.

Muchos e influyentes economistas a nivel mundial, entre ellos el premio Nobel Joseph Stiglitz, llevan años insistiendo en que las políticas de austeridad no solo no son un buen remedio sino que son la peor de las soluciones. Y, en cuanto a la tesis de que la privatización es el mejor garante de la eficiencia, sobran evidencias de que lo que ocurriría en tal escenario sería justamente lo contrario.

Así planteado, no obstante, el debate se ubicaría únicamente en el ámbito de las argumentaciones de naturaleza económica. Sin embargo, ni es ésta la única dimensión del problema ni es necesariamente la más importante. De hecho, sería fundamental una mayor reflexión en términos políticos, que son los que realmente atraviesan los debates y medidas tomadas al respecto.

¿Qué pasa con la política? A la luz de los acontecimientos que se han venido sucediendo desde el inicio de la crisis deberíamos estar preocupados por su estado. El terreno político lleva camino de convertirse en un erial de desoladora pobreza, por más que algunos de los políticos hayan hecho de ello un solar de indecente riqueza. Algunas cuestiones clave ilustran este creciente malestar de la política.

Incluso teniendo en cuenta las complejas relaciones y difusos límites entre economía y política, parece claro que el fin último de las reformas de la administración local, educativa, sanitaria, y judicial no es de naturaleza tecnoeconómica sino política. Estamos ante una avanzadilla ideológica encaminada a la transformación del modelo social de convivencia vigente en España (y en Europa) sin que un cambio de tal calado haya sido explicitado en Programa electoral alguno. Eso es malo.

Y esa es la causa de que su finalidad se presente de manera soterrada. Un discurso tecnócrata supuestamente desideologizado ha usurpado el lugar que le correspondería a un discurso propiamente político. Así se explican las dramatizaciones sobreactuadas del Gobierno español y de otros agentes acerca de la gravedad de la situación en términos exclusivamente economicistas. A la ya dura gravedad real, se le añade una gravedad construida, exagerada, teatralizada. Y todo ello, acompañado de una retórica hueca plagada de argumentaciones falaces que no harían sino dar la razón a Wittgenstein cuando afirmaba que la realidad no es más que una concatenación de «juegos de lenguaje». Con la palabra se construye la realidad y con el teatro, convertido en forma de legitimación política, se sustituye la voluntad popular. En suma, mediante el lenguaje se está tratando de provocar la transmutación de la polis en un soez mercado especulativo.

Pero la naturaleza política de las reformas emprendidas se deja ver con mayor claridad en el tránsito que proponen del concepto de “ciudadano” al concepto de “asegurado”. Un cambio que supone la creación de un nuevo sujeto, que ya no es tanto un homo politicus sino un homo economicus. La salud, la educación o la justicia pierden su naturaleza de derechos políticos para pasar a ser productos consumibles en función de la renta. Con el agravante de que la economía del sujeto ya no dependería de su propia laboriosidad o sus habilidades para el ahorro, depende de decisiones que se toman en brumosos mercados financieros altamente volátiles. En estas condiciones se entiende lo incomprensible: que un partido político democrático tuviese miedo a unas poblaciones “educadas para la ciudadanía”. Era lógico. ¿Para qué iban a formar ciudadanos si lo que pretenden es “recortarlos” mediante su reconversión en asegurados y beneficiarios?

Por otra parte, el cambio del “asegurador”, que dejaría de ser el Estado para pasar a manos de aseguradoras privadas, implica también un desplazamiento de las responsabilidades políticas desde el Estado hacia el mercado y sus leyes. Con ello, el objetivo que perseguía el Estado del bienestar de alcanzar el máximo nivel de salud y felicidad de las poblaciones daría paso a una nueva meta: alcanzar el máximo nivel de beneficios empresariales. Lo cual deja ver claramente la enorme pérdida de calidad de la democracia formal. Asistimos a la sustitución de la política democrática en sentido pleno por las decisiones interesadas de unas élites político-económicas que solo conducen a una intensificación brutal de las desigualdades sociales. Están generando una profunda brecha de infelicidad en la vida de millones de seres humanos; un sacrifico de la colectividad para abastecer el ansia de acumulación de riqueza de una insensible minoría.

Y es la suma de todo ello lo que está dando lugar a ese nuevo sujeto: hipoconsumidor, sin trabajo, sin educación, sin salud, sin justicia y sin representación política. Es la evaporación completa de la ciudadanía; un autentico retroceso civilizatorio.

Sin ciudadanos. Casi sin Estado. Solo quedarían –como pronosticaba Tocqueville- individuos encerrados en la soledad de su propio corazón. ¿Estamos meramente ante una crisis económica o hemos llegado a la política del fin de la política?

Juan Manuel Jiménez. Sociólogo. Profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública

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