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Desastre nuclear en Japón

Fukushima: regreso a la zona cero

Tres años después del tsunami, 357 vecinos obtienen autorización del Gobierno japonés para volver a sus viviendas en la zona de exclusión que rodea la central

Yasushige Watanabe, un agricultor que se niega a regresar a su casa, en Miyakoji, observa cómo un técnico mide el nivel de radiación en un campo junto a su vivienda.
Yasushige Watanabe, un agricultor que se niega a regresar a su casa, en Miyakoji, observa cómo un técnico mide el nivel de radiación en un campo junto a su vivienda.JOSÉ REINOSO

Kazuhiro Tsuboi es un hombre contento. Una docena de trabajadores —la mayoría de los cuales parecen jubilados— desmonta la estructura tubular de lo que fueron dos grandes invernaderos situados detrás de su casa en la falda de una colina boscosa en Miyakoji, un distrito rural de la municipalidad de Tamura, dentro de la zona de exclusión de 20 kilómetros alrededor de la central nuclear de Fukushima Daiichi, en Japón. Al estallar la crisis atómica, Tsuboi fue obligado a abandonar su vivienda, y, sin nadie que quitara la nieve del invierno, el peso plegó los tubos como si fueran de plastilina y hundió los invernaderos.

Este mes, Tsuboi ha podido regresar de forma permanente y va a levantar una nueva instalación en la que cultivará tallos de arroz. “Mi familia ha vivido aquí 500 años. He vuelto porque quiero vivir donde nací. No me importa la radiación, mientras pueda quedarme. Yo ya soy mayor, algún día moriré. Pero estoy preocupado por mis nietos, y no les dejo jugar al aire libre”, dice este hombre de 67 años.

El pasado 1 de abril, el Gobierno japonés autorizó, por primera vez, a regresar de forma permanente a algunas de las varias decenas de miles de personas que fueron evacuadas hace tres años de la zona de exclusión debido a las fugas radiactivas producidas tras quedar destrozada la central como consecuencia del terremoto y el tsunami que arrasaron la costa nororiental de Japón el 11 de marzo de 2011.

EL PAÍS

La vivienda de Tsuboi —de una planta, muros blancos, vigas de madera oscura y tejado gris— quedaba dentro de la zona cero, y su familia fue forzada a dejarla a toda prisa al día siguiente del tsunami, cuando comenzaron las explosiones en los reactores, al inicio de lo que se convertiría en la peor catástrofe nuclear que ha sufrido el mundo desde Chernóbil en 1986. “Durante este tiempo, he vivido en una casa prefabricada en Tamura. Ha sido una gran presión psicológica”, cuenta, martillo en mano, en un cobertizo.

Tsuboi ha regresado a Miyakoji con su esposa, Sadako, de 65 años, su hijo, la mujer de este, y los tres nietos (una niña de cuatro años y unos gemelos de dos). Es uno de los 357 vecinos, de un total de 117 familias, que integran la población del área de Miyakoji que queda dentro de la zona de exclusión y que han recibido permiso para volver a ocupar sus casas después de que el Gobierno terminara el año pasado el proceso de descontaminación de edificios y carreteras en esta parte del municipio de Tamura, en una región de valles sinuosos y arrozales, hoy abandonados, de la prefectura de Fukushima, unos 220 kilómetros al noreste de Tokio. Hasta el 1 de abril, sus residentes podían visitar temporalmente sus propiedades, pero no podían quedarse, salvo algunos que, desde agosto pasado, tenían una autorización especial.

La vuelta se incentiva con un pago de 6.300 euros a cada vecino

El Gobierno había planeado levantar la prohibición sobre Miyakoji en noviembre porque consideró que, tras la limpieza, los niveles de radiación —que no son uniformes dentro de los 20 kilómetros— eran aptos para vivir. Pero la decisión se retrasó por la oposición de los vecinos. “La gente tiene opiniones diferentes sobre si regresar o no”, afirma Tsuboi, que trabajaba en la central de Fukushima, aunque el día del tsunami estaba de vacaciones.

La radiación en los lugares de Miyakoji que han sido monitoreados por el Gobierno oscilaba entre 0,11 microsievert y 0,48 microsievert por hora el pasado febrero, según los datos de las autoridades de Tamura. Esto significa que una persona que permaneciera en el exterior las 24 horas del día resultaría expuesta, en el segundo de los casos, a 4.200 microsievert (4,2 milisievert) al cabo de un año.

Las reglas fijadas por el Gobierno declaran una zona como apta para que la gente vuelva si alguien que vive en ella resulta expuesto a un máximo de 20 milisievert al año, aunque algunos funcionarios han asegurado que quieren reducir esta cifra a 1 milisievert. La Comisión Internacional Sobre Protección Radiológica recomienda una dosis anual máxima de 1 milisievert, pero dice que una exposición a menos de 100 milisieverts al año no produce, desde el punto de vista estadístico, un incremento significativo del riesgo de sufrir cáncer.

Kazue Suzuki, la responsable de asuntos nucleares de la organización medioambiental Greenpeace en Tokio, disiente de la posición oficial. “El Gobierno ha limpiado los edificios y las carreteras en Tamura, pero no los bosques, eso será prácticamente imposible”, afirma en la sede de la organización en la capital japonesa. Suzuki sostiene que las mediciones que realizó Greenpeace en octubre en Tamura dentro de los 20 kilómetros muestran que “en el 39% de los 18.180 puntos controlados en carreteras la radiactividad excedía el objetivo gubernamental de 0,23 microsievert por hora”, mientras en los bosques supera con frecuencia 1 microsievert.

Un arroyo encauzado corre a pocos metros de la vivienda de los Tsuboi, y todo parecería normal en esta región de bosques de coníferas y cultivos si no fuera porque la mayoría de las viviendas que salpican el paisaje están vacías y los hierbajos han invadido los campos yermos desde hace tres años. Las goteras y el moho han dañado muchas casas, y apenas se ve a nadie caminando por las calles del centro de Miyakoji. Tan solo algún anciano. Ninguna familia. Ningún niño.

Los trabajos de descontaminación dentro de los 20 kilómetros son responsabilidad del Gobierno central y los de la zona de entre 20 y 30 kilómetros, donde la gente fue autorizada a regresar el año pasado, son labor del Gobierno local, según Katsuhiro Otomo, director del departamento de planificación de Tamura. “Las familias en esta región suelen estar formadas por abuelos, hijos y nietos. Tras levantar la prohibición, los que vuelven normalmente son solo los abuelos”, dice.

En la escuela primaria Furumichi, en Miyakoji, reabierta el 1 de abril, hay 66 estudiantes para 14 profesores. “Enseñamos a los niños a cultivar verduras y medir la radiación. Aprenden desde los seis años lo que ocurrió en Fukushima y cómo conocer y temer de forma correcta a la radiación, porque tienen que vivir con ella”, afirma su director, Kiyoshige Konnai, de 55 años. Junto al colegio, una zona de columpios permanece desierta. En su interior, un aparato marca el nivel de radiactividad: 0,161 microsievert por hora.

Kazuhiro Tsuboi y su esposa, Sadako, en su casa en el distrito de Miyakoji, a la que han regresado tras levantar el Gobierno el pasado 1 de abril la prohibición de vivir en algunas partes de la zona de exclusión de 20 kilómetros en torno a la central nuclear de Fukushima.
Kazuhiro Tsuboi y su esposa, Sadako, en su casa en el distrito de Miyakoji, a la que han regresado tras levantar el Gobierno el pasado 1 de abril la prohibición de vivir en algunas partes de la zona de exclusión de 20 kilómetros en torno a la central nuclear de Fukushima.JOSÉ REINOSO

Mientras por un lado los vecinos de Miyakoji desean dejar las viviendas temporales y volver a sus casas, por otro lado tienen miedo, en especial por los niños, que son más vulnerables a la radiación. “Además, faltan servicios básicos. Muchos comercios han cerrado, y no hay trabajo. O lo han perdido porque trabajaban en la central o eran agricultores”, afirma Otomo. “Y aunque hemos descontaminado y comprobado que los cultivos son seguros, otra cosa es que puedan venderlos en los mercados, debido a los rumores (sobre su posible radiactividad)”. Otomo asegura que están incentivando la creación de empleos y han creado dos espacios en Miyakoji para que los niños pequeños puedan jugar sin tener que salir al exterior.

Todo esto no convence a Yasushige Watanabe, de 60 años, que se niega a volver a su casa dentro de los 20 kilómetros, donde vivía con su esposa y sus padres. Los alrededores de su vivienda y el bosque detrás de esta siguen teniendo altos niveles de contaminación, según dice, y teme que el agua de la lluvia arrastre la radiación a los campos en los que solía cultivar pepinos y tomates. “No siento que pueda volver a cultivar aquí”, asegura este hombre, que se pasea con un dosímetro en el bolsillo. “Y aún si lo hago, ¿quién querrá comprar los productos?” A su lado, un grupo de técnicos, enviados por las autoridades, mide la radiación detrás de su casa.

Tsuboi reconoce que el factor económico ha pesado en la decisión de volver con toda la familia. Los evacuados reciben una compensación mensual, por persona, de 100.000 yenes (700 euros) de Tepco —la compañía propietaria de la central de Fukushima—, y si deciden regresar a sus viviendas son incentivados con un pago único de 900.000 yenes (6.300 euros). Quienes han vuelto seguirán cobrando la compensación mensual hasta el 31 de marzo de 2015, momento en el que aquellos vecinos que no quieran regresar a las áreas en las que el Gobierno decide que es seguro volver a residir también la perderán.

“Los niveles de radiación son todavía demasiado altos en el área de la ciudad de Tamura. Si la gente decide regresar, se enfrenta al riesgo de la radiación. Si no lo hace, dejará de recibir apoyo. Es un dilema terrible. El Gobierno debe dar más apoyo a la gente para reconstruir sus vidas, tanto si decide volver a sus hogares en las áreas contaminadas como si elige comenzar una nueva vida en otra parte. Debe encontrar terreno, construir casas y buscarle trabajo”.

La gente que decide no ocupar de nuevo su vivienda pierde el apoyo financiero

La decisión para la gente mayor es más fácil. Muchos no tienen más de 10 o 20 años de vida por delante, y prefieren disfrutarla donde nacieron y vivieron. “Queríamos regresar a casa, cultivar nuestras verduras. Desde que volvimos en agosto, nuestra salud está mucho mejor”, afirma Hisao Watanabe, agricultor, de 79 años, mientras señala un pequeño terreno al otro lado de la ventana en el que crecen los ajos. A su lado, su esposa, Misako, de 74 años, sonríe, rodeada de las fotos de sus nietos, en la confortable vivienda de suelo de tatami y puertas corredizas de madera y papel traslúcido.

En las carreteras de Tamura, cuadrillas de operarios cubiertos con máscaras arrancan la capa superior del terreno junto a los arcenes, cortan hierbas y ramas de los árboles y las introducen en sacos negros de 1.500 litros de capacidad para disminuir la radiación. Miles de estos sacos yacen perfectamente superpuestos en varias capas en terrenos vallados, a la espera de mejor destino. En el municipio vecino de Okuma, una barrera y cuatro guardias cortan el acceso a la central de Fukushima, situada a unos 15 kilómetros.

En algunos lugares fuera de los 20 kilómetros, la radiactividad es mayor que dentro. Los controles son continuos. En un taller de cambio de neumáticos, un técnico supervisa el nivel de contaminación de las ruedas apiladas en el exterior.

Mientras, los técnicos siguen luchando para avanzar en el proceso de desmantelamiento de la planta de Fukushima, que tardará aún 30 o 40 años. Japón aprobó el viernes de la semana pasada el primer Plan de Energía Básica desde la crisis de la central, en el cual afirma que la energía nuclear seguirá siendo una fuente importante de suministro eléctrico, aunque su uso será reducido al nivel “más bajo posible”.

La catástrofe de Fukushima ha divido a familias y comunidades. Más 160.000 personas se vieron obligadas a evacuar ciudades cercanas a la central, y alrededor de un tercio vive aún en casas temporales repartidas por la prefectura de Fukushima, a la cual pertenece Tamura. Este municipio tenía una población de 38.223 personas a finales de enero pasado, frente a 40.422 en 2010. Algunos de quienes huyeron de la radiación, en particular los jóvenes o familias con niños, han comenzado una nueva vida en otras partes de Japón.

Mientras Kazuhiro Tsuboi construye el nuevo invernadero, su esposa, Sadako, se muestra feliz de haber vuelto a su hogar. “Estos tres años viviendo en una casa prefabricada me sentía en una caja vacía, confundida”, asegura.

Pero en su interior alberga un temor terrible. “Mi hijo y su esposa trabajan en el Ayuntamiento y tienen que dar ejemplo. Yo insistí también para que regresaran a vivir con nosotros (tras ser levantada la prohibición). Pero tengo miedo de que mis nietos tengan problemas de salud en el futuro y el Gobierno se desentienda de ellos. Y temo lo que puedan decirme mi hijo y su esposa si les pasa algo a los niños”, asegura mientras se seca las lágrimas con un gesto delicado.

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