_
_
_
_
_
EL DRAMA DE LA INMIGRACIÓN

Mahmud clandestino

Esta es la travesía llena de penurias y abusos que hay detrás de los que llegan a la frontera de África con Europa.

Mahmud Traoré tiene ahora 31 años y vive en Sevilla.
Mahmud Traoré tiene ahora 31 años y vive en Sevilla.

La primera frontera que cruzó Mahmud Traoré fue un charco de agua. Era la madrugada del 17 de septiembre de 2002 y su hermana, madre de cuatro hijos, preparó un “desayuno-sacrificio” para desearle suerte en el camino que emprendería a partir de entonces. En cuclillas, los dos hermanos y los cuatro niños compartieron pan duro empapado en leche con azúcar y bebieron café. Al terminar se lavaron las manos en un cubo de agua y enseguida los restos quedaron esparcidos sobre la acera formando el charco. “Cruza”, le dijo su hermana. Y al hacerlo, con un salto, el muchacho quiso asegurarse simbólicamente un buen viaje.

Mahmud estaba a punto de cumplir 20 años, era aprendiz de carpintero y sabía que en Casamanse, el pueblo de Senegal donde nació, si alguien quería progresar en la vida tenía que irse a Europa, aunque eso implicara jugarse la vida. Así que por eso aquel día, muy temprano, salió rumbo a Dakar, la capital de su país, con los 70 euros que había logrado ahorrar y la esperanza de poder vencer los peligros que se topara y llegar hasta el continente que, según pensaba, le daría prosperidad.

Más de una década después de haber comenzado su “aventura” (así llaman los africanos al periplo migratorio que emprenden), que duró tres años —tres—, Mahmud Traoré cuenta paso a paso todo lo que tuvo que atravesar —y soportar— para poder vivir ahora en Sevilla (“con todos los papeles”) en un libro-testimonio llamado Partir para contar. Un clandestino africano rumbo a Europa (Pepitas de Calabaza). Bajo la batuta del periodista francés Bruno Le Dantec, el volumen de casi 300 páginas ofrece los detalles de algo que muy pocas veces es contado: la travesía llena de penurias y abusos que hay detrás de los que llegan a la frontera de África con Europa, dispuestos a aguardar el momento preciso para subirse a un cayuco o saltar la valla.

En la ruta de los clandestinos, dice Mahmud, hay “historias terribles que oscilan entre fantasías descabelladas y pesadillas auténticas.”

Mahmud Traoré recorrió el Sahel, el Sáhara, Libia y el Magreb con escalas para poder trabajar en lo que surgiera y ahorrar para costearse cada etapa del viaje. En cada control le pedían los papeles “para encontrar ese detalle que les incomode y les dé un pretexto para fruncir el ceño” y sacarle un poco de dinero si no quería sufrir una paliza. Luego reponía fuerzas en hogares de acogida o improvisados campamentos y recorría kilómetros y kilómetros, casi siempre en compañía de otros migrantes, expuesto a los asaltos de los maleantes y aprendiendo a desarrollar estrategias de supervivencia y a tener la suficiente frialdad para dejar atrás a los que mueren en el camino. En la ruta de los clandestinos, dice Mahmud, hay “historias terribles que oscilan entre fantasías descabelladas y pesadillas auténticas.” Pero todos saben que si, como sea, vencen los obstáculos, han de seguir adelante.

Hubo un momento, sin embargo, en que Mahmud pensó seriamente en desistir. Fue el 20 de julio de 2005, cuando se enteró que su madre había muerto. “Mi familia sabe que estoy en Marruecos, pese a que en estos años de agobio sólo haya hablado con mi madre tres veces. La última fue para pedirle dinero, pero no quiso mandármelo. Encontrándose ya débil, me suplicó por el amor de Dios que volviera a casa: “Me encuentro mal, Mahmud. La enfermedad puede conmigo”. Cuando los míos me llaman al móvil de [mi compañero de viaje] Abdelkader para anunciarme su muerte, me derrumbo y se apodera de mí una terrible angustia. Me planteo volver a Argel y ganar algo de dinero allí para volver a Senegal. Faly y los amigos del gueto me ofrecen un sinfín de argumentos para disuadirme: “Así es la vida, Mahmud, la muerte llega tarde o temprano, no puedes tirar la toalla cuando estás tan cerca de la meta.”

La ruta de Mahmud durante 3 años.
La ruta de Mahmud durante 3 años.

En efecto, dos meses después, en un intento más, logra saltar la valla en Ceuta. La madrugada del 29 de septiembre de 2005, ataviado con tres pares de calcetines y tres pantalones para “protegerse” de las cuchillas de la alambrada, fue uno de los más de 300 inmigrantes que sorprendieron a los vigilantes fronterizos y, finalmente, entraron en territorio español. Trepó con todas sus fuerzas y esperanzas. “Al caer al vacío, me quedo colgado de un pie, con una cuchilla clavada en las carnes. Tengo que sacudirme para poder soltarme, lo que me causa una herida aún más profunda. En ese momento, en caliente, no siento el dolor. Me agarro a la barra metálica para auparme a pulso, sacarme la cuchilla del tobillo y liberar mi pie antes de dejarme caer. El zapato se queda enganchado arriba. Si no hubiera tenido ese reflejo, probablemente me habría seccionado el pie. Una vez en el suelo, me levanto como en un sueño y corro entre los compañeros, que franquean desordenadamente los obstáculos que nos separan de la ciudad.” (…) Al principio, la herida apenas me molesta, tengo los músculos calientes y el pánico me anestesia. Pero tras una hora errando entre los obstáculos que nos separan del centro de la ciudad empiezo a ralentizar el paso. Cuando la patrulla me localiza, me encuentro atrapado en una pista situada entre dos alambradas y estoy al límite de mis fuerzas. (…) Al quedarme quieto, noto un dolor intenso que me recorre todo el cuerpo. Llego a los servicios a la pata coja y dejo un reguero de sangre a mi paso.”

Después siguieron unos días en el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) de Ceuta y un autobús que lo llevó a Sevilla, donde ha trabajado en una finca cuidando animales y pelando olivos, como guarda, en casetas de feria, montando muebles de Ikea y, sobre todo, en la cocina de restaurantes. Ahora, a sus 31 años, Mahmud Traoré ha retomado la carpintería y vive en el barrio de la Alameda. “A pesar de la precariedad, yo me quedo aquí. Para mí Sevilla es mi ciudad natal europea, me siento sevillano, ¡hasta he cogido la costumbre de presentarme como afroandalú!” No fue nada fácil pero, a diferencia de muchos, ha vivido para contarlo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_