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La actual pandemia tiene poco que ver con la epidemia de 1918. Lo cuenta John Withington: la falta de higiene y de sanidad provocaron más víctimas en el planeta que la I Guerra Mundial | LECTURA

Fue la gripe española

Es posible que la primera pandemia de gripe fuera la de 1580, cuando el virus atravesó Asia y África, causando muchas víctimas en Italia, España y Alemania. Fue entonces cuando adquirió su nombre, que en inglés es influenza, palabra italiana que se le asignó porque se creía que era debida a una mala influencia astrológica.

El peor brote fue el que empezó en los últimos meses de la Primera Guerra Mundial, y que finalmente se cobraría más víctimas que el propio conflicto. En febrero de 1918, la "fiebre de los tres días" afligía a ocho millones de españoles; entre ellos, el rey Alfonso XIII. En Madrid llegó a atacar a un tercio de la población. Los pacientes sufrían una fiebre de cuarenta grados y un dolor en la cuenca de los ojos, en los oídos y en la zona lumbar, que luego parecía sentirse en todo el cuerpo. Al cabo de tres días, la mayor parte se recuperaba. La dolencia llegó a conocerse como "la gripe española", aunque son muchos quienes creen que ya había aparecido antes entre las tropas desplazadas, posiblemente en los campamentos norteamericanos, donde se reunían los soldados antes de salir rumbo a Europa, pero que no se había comunicado porque le hubiera resultado muy favorable al enemigo. En España, que fue neutral durante la guerra, no se mantuvo en secreto.

Muchos creen que se le llamó "española" porque en nuestro país no se ocultó, a diferencia de los que estaban en guerra

Es cierto que, en la primavera de 1918, una epidemia de gripe en Fort Riley mató a cuarenta y seis hombres y afectó a otros mil, para extenderse enseguida a una escala tan significativa como para no poder ocultarla. En mayo, la Gran Flota británica tuvo durante doce días a diez mil hombres enfermos, y no pudo hacerse a la mar. (...)

La cepa de esta enfermedad era bastante benigna: atacaba a muchos, pero mataba a relativamente pocos. Sin embargo, al llegar el otoño, ya se había vuelto más letal, y a menudo derivaba en neumonía, con resultados fatales. (...) En total, fueron once mil los soldados norteamericanos que murieron de gripe en el Frente Occidental, y otros veintidós mil fallecerían sin llegar a salir de Norteamérica. En un momento dado, el doctor Victor Heiser, gurú de la sanidad pública, comentó: "Resulta más peligroso ser soldado en los Estados Unidos, que están en paz, que hallarse en primera línea de fuego en Francia".

Este brote tuvo una peculiaridad: al revés que la mayor parte de las epidemias de gripe, en las que corren más riesgos los de menor edad o los ancianos, éste parecía llevarse antes a quienes se hallaban en la flor de la vida. En Washington DC, una mujer llamó muy alterada a la compañía telefónica para decir que dos de sus compañeras de piso habían muerto y la tercera estaba muy enferma; pero cuando llegó la policía, encontró cuatro cadáveres. Se estima que una persona de cada diez se contagió de la gripe en Boston, y que dos terceras partes de los afectados murieron. El New York Times advertía a los hombres de que, si querían besar a una chica, debían hacerlo a través de un pañuelo. En Ciudad del Cabo murieron seis personas durante un corto trayecto en tranvía. En la otra punta del país, en la cordillera del Witwatersrand, cuarenta mineros estaban subidos en el montacargas de una mina de carbón cuando el operario encargado de manejar el mecanismo sintió todo el cuerpo empapado en sudor frío y los brazos muertos; fue incapaz de activar el freno y la caja ascendió a toda velocidad hasta chocar con el techo; murieron veinticuatro hombres. En la investigación se eximió al operario de toda culpa. En Bombay murieron setecientas personas en un solo día; la tasa de mortalidad más baja se dio entre los "intocables", ya que nadie se acercaba a ellos.

En ocasiones, la respuesta de la sanidad pública no fue la más apropiada. La gripe llegó a Ciudad del Cabo a bordo de un barco procedente de Sierra Leona, donde quinientos estibadores la habían padecido. A pesar de que durante la travesía habían muerto noventa personas, el Gobierno surafricano no obligó a mantener las precauciones de cuarentena hasta un mes después de que hubiera llegado la nave, y para entonces la enfermedad ya había prendido en tierra. En muchos lugares, las víctimas quedaron tan aisladas como aquellos que, siglos atrás, habían padecido la peste bubónica; ponían una señal en la ventana, y los comerciantes les dejaban víveres en la puerta. Tampoco dejaron de aplicarse los prejuicios que antes eran normales. La política antigripe en Varsovia se concentró en el gueto judío, porque, según una proclama, la raza judía es "enemiga destacada del orden y la limpieza". En el suroeste de África, los hospitales no admitían a los negros, y el diario Montreal Gazette publicó en portada este titular: "No hay razón para el pánico, excepto entre los orientales".

(...) En la ciudad de Quebec, la situación se hizo tan insostenible que al menos diez mil víctimas se quedaron sin recibir atención médica. En Adelaide, los pacientes tenían que compartir cama. Pero incluso cuando el médico llegaba a atender al paciente, generalmente no sabía qué hacer. Un profesional norteamericano admitía que "no sabemos más sobre la gripe de lo que sabían sobre la peste negra en la Florencia del sigldaba o tosía en una calle de Nueva York, podía ser multado con quinientos dólares o encarcelado durante un año; a los pocos días de que se promulgara esta ley ya se habían visto ante el juez cientos de ciudadanos. Bastaba un estornudo para que ocho millones de bacterias quedaran suspendidas en el aire durante media hora, así que se extendió el uso de las mascarillas hospitalarias como prevención. (...) El alcalde de San Francisco decía a sus ciudadanos: "¡Póngase una mascarilla y salve su vida! Una mascarilla protege al noventa y nueve por ciento contra la gripe". (...) A finales de 1918 había pasado lo peor de la pandemia, aunque todavía en mayo del año siguiente murieron quince mil personas en Mauricio. Sumando todos los países del mundo, fueron más de mil millones de personas las que padecieron la enfermedad, y posiblemente unos setenta millones los muertos, en comparación con los diez millones de vidas que se cobró la guerra mundial. El país con más víctimas fue la India: casi diecisiete millones, una de cada veinte personas. Las Indias Orientales Neerlandesas, la actual Indonesia, perdieron a ochocientos mil ciudadanos; Estados Unidos, a quinientos cuarenta mil; Rusia e Italia, a trescientos setenta y cinco mil cada uno; Gran Bretaña y Alemania, a más de doscientos veinte mil cada uno, y España, a ciento setenta mil.

La enfermedad golpeó mucho más allá de los campos de batalla, y fueron muchos los médicos que veían por primera vez en qué condiciones de falta de higiene vivía gran parte de la humanidad: en Melbourne, diez mil viviendas carecían de servicio alguno de alcantarillado, y en Ciudad del Cabo había un establo donde residían veinte familias. Un periódico de Copenhague proclamaba: "La lección que tenemos que extraer de esta pandemia es que hay que combatir la pobreza", y de hecho sirvió para que se realizaran rápidamente ciertas mejoras en la sanidad pública. En Italia empezaron a hacerse exámenes médicos obligatorios a los niños en edad escolar; Ciudad del Cabo y Berlín emprendieron ambiciosos programas para el saneamiento de los barrios bajos; y en Norteamérica se impuso a las tiendas, hoteles y restaurantes unas condiciones más estrictas de higiene.

Historia mundial de los desastres, de John Withington. Ediciones Turner. Precio: 28 euros.

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