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Raimunda de Peñafort Lorente, una gran “juez de cabecera”

Dejó la Audiencia Nacional por un puesto más modesto: se puso al frente de uno de los juzgados de violencia sobre la mujer de Madrid

Raimunda de Peñafort Lorente.
Raimunda de Peñafort Lorente.LUIS MAGÁN

Un manto de tristeza abriga la alegría que supo contagiar. En la capilla ardiente de la juez Raimunda de Peñafort Lorente (Granada, 1952), se respiraba este domingo esa mezcla ante la pérdida de una juez que llegó a serlo por la indignación de sufrir la falta de justicia. Tristeza y dolor porque se ha ido, alegría porque estuvo.

Lorente, Mundi para sus íntimos, fue una mujer de rompe y rasga. Con las convicciones por delante de los intereses. Por eso dejó la prestigiosa Audiencia Nacional en 2005 para hacerse cargo de uno de los recién nacidos juzgados de violencia sobre la mujer, el número 1 de Madrid. Ganaba menos y tenía trabajo a espuertas; casi 3.000 denuncias antes de que acabara el primer año, una cifra que se sumaba a los juicios y que pese a la enorme carga de trabajo que suponían a ella le llevaba a decir: “esto demuestra lo necesarios que eran estos juzgados”. Pero esta tarea le interesaba más que otras de mayor relumbrón. Mucho más. Tanto que acabó por escribir un libro que aterrizaría hasta en las librerías de aeropuerto, Una juez frente al maltrato, una docena de historias verídicas para poner su granito de arena contra esta manifestación de la desigualdad.

No eran historias de su juzgado, donde buscaba ser “una juez de cabecera” y de donde salía cada día “con 20 dramas en la cabeza”, sino historias de casas de acogida. Era una realidad que Lorente conocía desde que empezó como abogada. A la vista de la desprotección que tenían entonces las maltratadas, llegó a buscar cobijo a sus clientas. También lo hizo como juez antes de la Ley Integral contra la Violencia de 2004. “En las guardias era tremendo cuando llegaba la mujer apaleada a denunciar y preguntaba dónde podía dormir esa noche. Enviarla a su casa era mandarla al infierno, y yo hacía gestiones para buscarle un alojamiento. Así empecé a conocer las casas de acogida”, relató en una larga entrevista con El PAÍS.

Lorente hacía de la necesidad virtud. Supo convertir en ventajas los inconvenientes con que se topó. Solo la ha derribado la enfermedad, un cáncer de huesos al que puso firme hasta los últimos días, al pie del cañón en su juzgado de instrucción, el 54 de Madrid.

La juez contaba con gracia que su padre le puso por nombre el del patrón de los abogados porque quería tener una hija letrada. Y lo consiguió, aunque el progenitor, tras presenciar su primera actuación -defendía al ladrón de una moto- pretendiera que diera marcha atrás. "A la salida del juicio, me dijo que era el momento de regresar a Granada y de hacerme una mujer, que aprendiera a cocinar... Fue un momento duro, pero con la ayuda de mi madre le convencimos de que era una pena con lo bien que me había salido el juicio". Corría el año 1975.

Años después, una sentencia injusta contra uno de sus clientes le hizo dar el paso hacia la judicatura. “Condenaron a mi cliente por tráfico de drogas con un solo indicio: el sello en el pasaporte de que había viajado a Tailandia vía Holanda. Aquello me pareció totalmente injusto y me dije: "Yo quiero poner las sentencias". Corría 1978. Aprobó primero las oposiciones de secretario judicial, un trabajo que pensaba podría compatibilizar con su tarea de madre. En 1987 se convirtió en juez. Y tuvo que luchar para llegar a todo. "Para mí, como para todas las mujeres, es dificilísimo conciliar trabajo y familia. He casado con uno de mis niños en brazos. Otra vez, en una guardia, tuve que ir a levantar un cadáver. No podía dejar a los críos solos y no conocía a nadie en esa ciudad, así que me los llevé. Mientras yo subía monte arriba, la Guardia Civil me los entretuvo con las sirenas de su coche", relataba.

Lorente no se paraba en barras. Estaba orgullosa también de haber sido la primera juez que pidió la extradición de un progenitor por llevarse a sus hijos al extranjero, lo que luego se llamaría “secuestro parental”. Lo hizo en 1999. Pero era una mujer nada dada a los extremismos y decía que por eso se sentía a gusto en la Asociación Francisco de Vitoria (la más centrista de las asociaciones judiciales) Amén de juez, Raimunda de Peñafort Lorente, licenciada tambén en Filosofía y Letras, era amiga de escribir novela. En 2003, A la luz de un sueño quedó finalista del Premio Vargas Llosa. Hizo incursiones en el periodismo, como cuando relató en EL PAÍS sus vivencias como juez de violencia.

A la mujer que nos ha dicho adiós le habría gustado culminar su carrera como juez del Tribunal Supremo. “A cualquier jurista le gustaría, pero la vida es tan amplia que no sé de qué querría jubilarme”, decía. Y logró ser una juez, y una mujer, suprema.

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