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En Sendai, un año después

En la misma Universidad de Tohoku donde le sorprendió el terremoto el 11 de marzo de 2011, el autor, que ha regresado estos días invitado al centenario de la institución, recuerda aquel día y describe los cambios que aprecia un año después

Escribo estas líneas sobre la misma mesa ante la que estaba sentado el 11 de marzo de 2011, en un despacho de la Universidad de Tohoku, en Sendai. Aquella tarde la tierra tembló como nunca lo había hecho aquí en Japón, en un país tan proclive a ello que un poeta lo definiría como esculpido por fuerzas telúricas. He regresado para participar en el centenario de su Facultad de Ciencias y continuar nuestra colaboración. Tras la ventana nieva como nevaba aquella fría tarde de marzo e, inevitablemente, eso me recuerdos de aquellos días inciertos.

He subido hasta la cuarta planta del edificio de la Facultad de Ciencias por las mismas escaleras que hace un año no acertaba a bajar, derribado una y otra vez por las terribles sacudidas que sufrió el edificio. En los días anteriores, los terremotos se dejaban notar casi a diario. En mi apartamento, situado en el undécimo piso 11 de un edificio céntrico los sentía como suaves balanceos, y cuando ocurrían por la noche, jugaba con la idea de que la madre tierra mecía una cuna en la que yo me dormía. Pero la tarde del 11 de marzo la madre Tierra enloqueció y abrazado a un muro que escondía mi miedo, la mano que movía la cuna era la de una posesa de ojos desencajados.

De ser un país claramente pronuclear, Japón ha pasado a poner en cuarentena todo su entusiasmo

La ciudad de Sendai, se encuentra al norte de Tokio, en la costa este, la que baña el océano Pacífico. La mayor parte de la ciudad, incluida la estación de tren, su centro neurálgico, se encuentra a 10 kilómetros de la costa y a unos 60 metros sobre el nivel del mar, por lo que no se vio afectada por el terrible tsunami que –literalmente- asoló los barrios aledaños del litoral. Pero el terremoto, a pesar de la enorme energía liberada, tampoco provocó aquí daños considerables. Sólo observé grandes destrozos en la estación de tren, lo que dejó incomunicada la ciudad ya que el aeropuerto había sido tragado por las aguas. Resistieron incluso edificios aparentemente frágiles como la famosa Mediateca, una enorme caja de cristal cuyo interior sin paredes fijas, absolutamente libre de corsés, era sostenido por estructuras tubulares casi biológicas. En ella pasaba muchas tardes entre libros y exposiciones. Me tenia tan fascinado esa delicada estructura de simetría casi orgánica que fue lo primero que me apresuré temeroso a visitar. De su fachada transparente sólo se habían descolgado algunas placas y contento me senté a admiradla, hasta que me sorprendí lamentando no haber podido verla bailar durante el terremoto.

Prácticamente casi todo está hoy reconstruido. No hay señales de que esta ciudad sufrió hace un año uno de los más intensos terremotos de la historia. En la calle la vida sigue aparentemente igual que hace un año. Los comercios están todos abiertos y llenos. El precio de los vegetales, carnes y pescado de la zona ha bajado por el temor a la contaminación, mientras que han subido los importados, particularmente desde el extranjero. Cerraron algunos restaurantes con solera y han abierto muchos otros modernos, algunos de comida española o mediterránea en los que puedes tomar una cruzcampo o una manzanilla. En la Universidad, a pesar del enorme coste económico de la catástrofe, los científicos no han notado el efecto, pues la reducción del 30% en I+D la ha sufrido sobre todo el plan de energía nuclear ligado en gran parte a las empresas. Los equipos científicos están ya funcionando y los que no lo hacen no es por falta de dinero sino por la dificultad para calibrarlos. La amenaza de bajar los salarios a los investigadores tampoco se ha cumplido. La mayor preocupación de Universidad ahora es luchar contra los problemas psíquicos que sufren muchos estudiantes. Según su diagnostico, los estudiantes se deprimen porque no tienen suficiente trabajo y entonces tienen demasiado tiempo para pensar. Chocante, pero tiene su lógica, tan distinta de la nuestra.

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Ellos saben que Japón es un país especialmente atado a su geología. Está situado en la confluencia de cuatro placas tectónicas casi todas ellas de tipo convergente, es decir empujándose unas contra otras de forma que inevitablemente se crean enormes tensiones. No hay salida. Los grandes terremotos azotarán el país una y otra vez. Aquí ya todo el mundo sabe que en cualquier momento en los próximos días o meses puede llegar otro terremoto tan bestia como el del 11 de marzo. Saben que no vale la pena quejarse, ni pensar en ello como individuo, porque si piensas en tu interés personal o te vas del país o entras en profunda depresión. La única salida es trabajar todos juntos sin mirar atrás. Levantarse una y otra vez. Muchos de los estudiantes han ayudado como voluntarios en las zonas costeras. Algunos de ellos me contaron que la cuadrilla tardaba un día entero en retirar los escombros de una sola habitación y que a veces, tras una nevera o un armario descubrían lo que había sido el cuerpo sin vida de un niño. Si lo piensas, ¿para que vas a estudiar, a prepararte, a esforzarte si todo lo puedes perder por una mala ola, que sabes a ciencia cierta que va a venir? Por eso, creen que es importante que los estudiantes han de estar continuamente ocupados. Todo el mundo ha de estar continuamente ocupado trabajando para hacer viable el país, sin tiempo para pensar si vale la pena o no. Porque o vale la pena o el país desaparece.

Terminarán venciendo. La ciudad de Sendai es hoy una prueba de que pueden vencer a los terremotos y –si la crisis económica se lo permite- vencerán a los tsunamis y a las centrales nucleares. De esas últimas solo hay dos funcionando actualmente, porque de ser un país claramente pronuclear han pasado a poner en cuarentena todo su entusiasmo. La gente está preocupada y el comportamiento es de enorme prudencia. Todos los alimentos son estrictamente controlados, a veces pieza a pieza. En realidad, la radiación en Sendai –que se encuentra a 88 kilómetros de la central nuclear de Fukushima- es tan baja como dicen. La estuve midiendo en el radiómetro de bolsillo que carga continuamente uno mis colegas y platiqué con otro ciudadano que medía la radiación en el suelo de la calle: 0.11-0.12 microsieverts por hora, es decir dentro de la radiación de fondo, aunque algo mayor que el que había ante (0.05-0.06). Me lo esperaba, porque cuando llegué a Granada, inmediatamente pedí a mis colegas del Departamento de Radiología de la Universidad que midieran mi cuerpo y la ropa de abrigo que vestía los días de máximo desmadre de la nuclear. También encontraron sólo radiación de fondo. Pero si viajamos hoy en el tren bala hasta Tokio, al pasar por la estación de Fukushima, que se encuentra a unos 60 kilómetros de la central nuclear, la tasa de radiación se eleva a 0,6 microsieverts por hora. Hay otras zonas donde la radiación es mas alta, porque la contaminación se debe a las partículas radiactivas que viajan según manden los vientos y la topografía del terreno. Se conocen bien y los datos son imposibles de ocultar porque cualquiera puede comprar un radiómetro por 200 Euros. Y no hay ninguna duda de que las zonas próximas a la central de Fukushima jamás podrán ser recuperadas, y otras tardarán largos años en descontaminarse.

Aquí ya todo el mundo sabe que en cualquier momento en los próximos días o meses va puede llegar otro terremoto 

En fin, que a la vista de los datos, para celebrarlo, me he ido esta noche a cenar tempura a uno de los mejores restaurantes para hacerlo aquí en Sendai, el Santori. Primero el sashimi de atún y morraja crudo, que bañas en una salsa de soja que puedes aromatizar con un par de preciosas ramitas con flores de albahaca. Después esa fritura de gambas aún vivas y vegetales rebozados en una imperceptible capa de harina, y para terminar un helado de mandarinas sobre naranja preparada coronado por una hojita de hierbabuena escogida con forma de corazón. Perfecto, como siempre. Y efectivamente ahora un poco más caro. De vuelta al hotel, atravesé el mismo parque por el que vagaba hace un año intentando matar el tiempo y el hambre. Me quedé contemplando la estatua de una niña arrodillada a la que alguien había arropado con una

chaqueta. Jamás olvidaré que por el sendero se acercaba una muchacha con una mochila a la espalda y un par de bolsas en la mano, probablemente como yo, caminando sin rumbo. Cuando llegó a mi altura se apartó del sendero y me ofreció un caramelo como ellos lo hacen, con una leve sonrisa, casi pidiendo perdón: “A litle gift for you”. Continuó su camino y yo no dejé de mirarla atónito hasta que se perdió con el sendero. Así es el Japón que se enfrenta a los terremotos.

Mañana voy a visitar la zona afectada por el tsunami y el paisaje seguro que no será el mismo.

Juan Manuel García-Ruiz es Profesor de Investigación del CSIC en la Universidad de Granada

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