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La justicia da a dos hermanos gallegos el libro de familia

Daniel y Rosa Moya han logrado ser reconocidos como progenitores legales de sus hijos

A Daniel y Rosa Moya Peña, hermanos carnales que ya suman 35 años “de relación matrimonial”, no les preocupa que no puedan casarse. Y no se sienten concernidos por la sentencia del Tribunal de Estrasburgo avalando la penalización del incesto en Alemania —en España no lo es desde 1978— que anhelaban revocar dos hermanos en parecida situación a la suya. Pero en su larga batalla por legalizar “con todos los derechos” su insólita situación, la pareja de Cambre (A Coruña) ha conseguido ser reconocida a todos los efectos como progenitores de sus hijos, Cristina, de 26 años, e Iván, de 19. Son legalmente una familia, ahora ampliada con los dos pequeños de Cristina que también viven con sus abuelos maternos en su casa, a los pies del bosque animado que inspiró a Wenceslao Fernández Flórez.

Por sentencia judicial, Daniel ha dejado de ser el tío de sus hijos y Rosa la madre soltera de los mismos. Tienen libro de familia y los dos jóvenes han cambiado en sus DNI sus apellidos para llevar los de sus progenitores: Moya Moya. “Ahora, si muero, pueden heredar de mí, son legalmente mis hijos, no mis sobrinos. Aunque me hubiera gustado que ocurriera antes, porque de pequeños lo pasaron mal por el morbo de la gente”, afirma Daniel, de 57 años, quien añade: “Seguiré peleando para intentar que la Seguridad Social reconozca también a la que considero mi mujer y el amor de mi vida”. “A muchas parejas sin casar se les reconoce el derecho a una pensión cuando uno de los dos fallece, por los años de convivencia que llevaron”, razona. Y subraya que la inscripción de la pareja en el registro de uniones libres de Cambre, que tanto ruido causó en 1997, “no vale para nada”.

Fue el abogado de un famoso el que les advirtió de la posibilidad de convertirse legalmente en familia. Entonces, la pareja y sus hijos paseaban en platós de televisión de medio mundo “dando la cara”, como dice Daniel, con su historia de amor iniciada por casualidad cuando ambos desconocían ser hermanos de padre y madre. El mismo Código Civil que en su artículo 47 prohíbe contraer matrimonio a parientes en línea recta —solo pueden hacerlo tíos y sobrinos, aunque con licencia judicial, y entre primos— establece que progenitores que sean hermanos pueden reconocer legalmente la filiación de menores. Para ello se necesita una autorización judicial, dice el artículo 125. Más de dos años y un juicio, en el que declararon los cuatro integrantes de la familia, les costó a los Moya Peña conseguir una resolución a la que se opuso la fiscalía. La sentencia, que data de noviembre de 2010, del Juzgado número 3 de A Coruña es concisa: “Debo declarar que Daniel Moya Peña es padre de Cristina y del menor Iván a todos los efectos legales”.

“Nosotros tuvimos que pagar un abogado y un procurador para conseguir el puñetero libro de familia”, se queja Rosa, de 52 años. Pero con el fallo judicial en la mano, no tardaron “ni cinco minutos” en el Registro Civil en cambiar las partidas de nacimiento de sus hijos para que constara Daniel con nombre y apellidos como el padre.

Y de inmediato los jóvenes —Iván aún no había cumplido los 18 años— hicieron los trámites para cambiar sus DNI. Hasta entonces, la titular única del libro de familia era Rosa y en la casilla del padre aparecía el nombre de Daniel, a secas. Era lo máximo que el funcionario, cuando nació Cristina en 1985, había accedido entonces a inscribir. “Estaba empeñado en poner ‘padre desconocido’, pero ¿cómo iba a serlo si yo estaba ante él en carne viva?”. Rosa recuerda con amargura cómo en el hospital, cuando nació su hijo Iván, en 1993, incluso intentaron convencerles de que lo dieran en adopción.

Los Moya Peña están curtidos en “pelear y dar la cara” por una relación que fue llevada en 2005 a la gran pantalla, en la película Más que hermanos. “Damos la batalla por nuestros derechos, y si los tenemos, queremos ejercerlos. Lo del incesto es puritanismo. ¿A quién perjudica mi relación con Rosa?”, interpela Daniel.

La conoció en Madrid, en 1977, sin saber ambos que eran hermanos de padre y madre, cuya traumática separación, dos décadas antes, descompuso una familia con un total de siete hijos de corta edad. Él se crió con su madre y otra hermana sin saber que tenía más. Ella creció con su hermano gemelo (ya fallecido) en un orfanato. Cuando siendo ya pareja se enteraron del lazo sanguíneo, rompieron. Pero, tras cinco meses, volvieron a juntarse aunque ocultándolo al principio. “Teníamos dos relaciones: de puertas para adentro como matrimonio, y en la calle como dos hermanos que viven juntos, hasta que se nos hincharon las narices. Si la gente traga, bien, y si no también”, rememora Daniel. Insiste en que no es el mismo caso que el de los dos alemanes que sabían que eran hermanos cuando se conocieron y ella era menor de edad. “Además, a ellos no les salieron bien los hijos”, apunta el padre. “¿Eres subnormal? Qué asco’, siempre me lo preguntaban, en el colegio, en la televisión”, interviene Iván. A él y su hermana les “da igual” el morbo que despierta la historia de sus padres.

Lo pasaron mal de pequeños, pero solo les importa que su relación “marche bien”. “Lo único que perdimos fueron días de escuela por tantos viajes como hicimos” para recorrer platós de televisión que estaban ávidos de tener con ellos a esta singular familia.

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