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Tribuna
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No podemos dejarles solos

El sanitario relata su experiencia ayudando a enfermos de Ébola

Mi historia empieza a las 16.30, en el lugar donde nos reunimos cada día con los funcionarios y los médicos del hospital. Veo a mi amiga Kathleen, quien a partir de mañana será mi reemplazo en esta emergencia. Quiero volver a la zona de aislamiento, tratar a los pacientes, dedicarme a ellos, ser hoy parte de su vida. Nos dirigimos hacia el otro extremo del hospital, hacia lo que antes de la aparición del Ébola era el área de Pediatría. El calor y la humedad nos hacen sudar a mares. Si me paro a pensar, me siento abrumado por todo lo que está pasando y por lo que queda por hacer. A la vez, mientras llegamos a la entrada trasera del edificio, siento una vaga satisfacción.

Vamos a prepararnos: bebemos medio litro de agua cada uno, nos ponemos las botas, la chaqueta, los pantalones verdes de aislamiento, los guantes, el mono de trabajo cerrado por varias partes, con nudos simples, ni demasiado apretados ni demasiado flojos, y con una abertura que nos permite colocarnos la mascarilla. Es el conocido traje de astronauta. ¡Listo! Uno siente que su temperatura corporal aumenta en varios grados. Es el momento de colocarse el segundo par de guantes, esta vez quirúrgicos. Medito sobre las ventajas de llevar estos guantes estériles, me imagino que son los únicos que hay en el mercado. Me cierro el mono con velcro, y me pongo las gafas de protección, a las que nosotros llamamos gafas de esquiador, de lo grandes que son. Repasamos que toda la ropa y los complementos de protección estén ajustados y bien puestos: ya estamos listos para entrar en la zona de aislamiento.

Llevamos con nosotros comida, agua y medicamentos para los pacientes. Nos dirigimos hacia el largo pasillo y llegamos a la primera sala: tiene 10 camas y es oscura y amplia. Veo que ya no están dos de los tres pacientes que estaban ayer. Hace casi una semana llegó al hospital una pareja, y aquí siguen: los recuerdo muy bien porque cuando estuvimos en su casa estaban lavando el cuerpo del último de sus hijos. Demasiadas emociones en medio de un silencio sepulcral.

Intento pensar en otra cosa. Miro al paciente acostado en su cama. Parece que me sonríe; pienso por un momento en que me reconoce, y yo también le sonrío a él. De repente, recuerdo que no puede ver ni siquiera la forma de mis ojos. Pienso entonces que es difícil que me haya reconocido. Empiezo a hablarle lentamente y me responde en un francés apenas comprensible, pero suficiente. Se sienta: le damos su medicación, su comida y mucha agua. Un apoyo para todo. Me siento con él, escucho en silencio. “Ya no tengo fuerzas, lo he perdido todo”. Devora su plato y busca a su esposa con la mirada. El tiempo corre. Tictac, tictac. Diría que han transcurrido 10 minutos. Vamos entonces a ver cómo se encuentra su mujer. Ella, a la que recuerdo tan digna, tan fuerte. Vino acompañando a su marido. Quería cuidarlo, darle de comer. “Yo también tengo que entrar”, nos había dicho al ver la zona de aislamiento. “No puedo dejarlo solo”, nos insistía. Hoy está aquí, sin fuerzas. Apenas puede levantar el brazo para que le coloquemos el termómetro. Hay que actuar rápido: está débil, sudorosa y tiene fiebre. Su marido nos mira, impotente, desde los escasos metros que les separan. Le habla, pero ella no responde.

“Ya no tengo fuerzas, lo he perdido todo”, dice uno de los pacientes

De repente, la mujer susurra algo. Tratamos de entender lo que dice. En apenas 48 horas su estado ha empeorado mucho, hasta el punto de que es difícil reconocerla. Pienso que tal vez logre sobrevivir, que quizás estamos equivocados.

Nos dirigimos a la segunda sala; allí falleció ayer una paciente. Hoy un hombre joven nos espera. Tan pronto como entro en la habitación, se levanta, alto, orgulloso. Debe de tener unos 22 años. Habla un francés comprensible, y sonríe. Nos hace un montón de preguntas. Siento que él puede tener posibilidades: su temperatura no es alta y parece estar en forma. Le decimos que a las 18:30 tendremos los resultados, y se arma de paciencia.

Es hora de irse. Nos ponemos en fila india, el controlador llega y nos desnudamos. Aumenta la adrenalina y estamos en estado de máxima concentración. Salimos. La brisa y el contacto directo con el mundo exterior nos hacen revivir. Mis pensamientos están en la zona de aislamiento, donde está aquella pareja. Pienso en el marido sonriente, y después en la determinación de su esposa, tratando de levantarse.

Volvemos a la entrada principal. El director del hospital se reúne con nosotros. “Tengo los resultados”. De nuevo, silencio. Nos sumergimos otra vez en la realidad: los análisis de los últimos cuatro pacientes han dado tres positivos y un negativo. De repente, lo entendemos.

Luis Encinas es enfermero y coordinador de emergencias de Médicos sin Fronteras en Macenta (Guinea).

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