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CRISIS SANITARIA

Muerte de un misionero

Trabajador, cercano y humilde. Miguel Pajares puso su vida al servicio de los débiles Su fallecimiento, unido al millar de víctimas del ébola, pone en evidencia la gravedad de la epidemia

Foto sin datar de Miguel Pajares en África cedida por la familia.
Foto sin datar de Miguel Pajares en África cedida por la familia.

"Estaba muy asustado", recuerda Félix Pajares de la última conversación telefónica que tuvo con su hermano Miguel días antes de que el sacerdote destinado en Liberia diera positivo en las pruebas de detección del virus del ébola. No se lo quita de la cabeza. Oírle tan desanimado a él, un misionero con años de experiencia en África, que nunca se quejaba de sus problemas personales —pese a su delicada salud—, que siempre decía que había que ser positivo, le hizo temer lo peor.

“Sabía que corría un gran riesgo allí, pero decía que la gente le necesitaba”, cuenta frente a su casa en La Iglesuela (Toledo), donde el religioso nació hace 75 años. Los tiempos de ayudar a los demás estaban a punto de terminar para Pajares, repatriado por el Gobierno el 7 de agosto y fallecido el martes pasado en un hospital madrileño. La primera víctima del ébola fuera de África. Desde que abandonó Monrovia, el Hospital Católico de San José, regentado por la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, a la que el sacerdote pertenecía desde niño, está cerrado. Allí se contagió el virus, mientras atendía casi sin apenas recursos a los enfermos que llegaban a urgencias a un ritmo de 400 pacientes diarios (frente a los 80 habituales).

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La situación en la capital sigue siendo desesperada, según las noticias que llegan de la zona. El número de fallecidos en los cuatro países del África occidental afectados (Liberia, Sierra Leona, Nigeria y Guinea Ecuatorial) supera ya el millar y hay casi 2.000 casos registrados, según la Organización Mundial de la Salud. Además de Pajares, han muerto otros empleados del hospital de San José: el liberiano Patrick Nshmdze, director del centro, la hermana congoleña Chantal Pascaline y el hermano ghanés George Combey.

Todos ellos, junto a la hermana guineoecuatoriana Paciencia Melgar, infectada también y que sigue en Liberia, formaban una familia. “Cambié muchos conceptos después de conocer al padre Miguel y el resto del equipo, tenía una idea completamente diferente de los misioneros. Me admiraba su capacidad de trabajo y su manera de enfrentarse a las cosas. Eran muy cariñosos. Me siento terriblemente mal por lo que ha ocurrido. Ahora que el hospital está cerrado pienso en todos los proyectos frustrados y las vidas rotas”, se lamenta Carmen Casaus, enfermera de la Fundación Mujeres por África, con sede en Madrid, que colabora con la orden. Casaus convivió un año con ellos.

“No hablábamos de religión, allí no había espacio para eso. Aquello era humanismo puro y duro”, dice Salmean

Hay alrededor de 13.000 misioneros españoles repartidos por el mundo. Su imagen dista mucho del cliché del religioso de antaño con la cruz en una mano y la Biblia en la otra convirtiendo a los nativos. Sin hábitos, con conocimientos médicos y en muchos casos sin si quiera haber sido ordenados sacerdotes, los misioneros viajan por otros países movidos por la fe y una actitud vital que pasa por la necesidad de ayudar a los necesitados.

Cuando el padre Miguel aterrizó en Monrovia, hace siete años, ya conocía África. Pero esta vez le tocaba vivir en uno de los países más pobres y castigados del continente. El hospital San José, que este año ha cumplido medio siglo de existencia, se encontraba entonces en obras. Lo estaban reconstruyendo con donativos de fieles y de instituciones españolas tras quedar seriamente dañado en la guerra civil que asoló el país durante 14 años (1989-2003).

Liberia (3,8 millones de habitantes) aún lucha por cerrar las heridas abiertas durante el conflicto armado, que dejó 250.000 muertos, 800.000 desplazados, miles de mutilados que dependen de la beneficiencia para subsistir y secuelas psicológicas en gran parte de la población, sobre todo mujeres (se calcula que el 70% sufrió abusos sexuales) y niños, drogados y utilizados como soldados. El hospital, el Católico como lo conocen allí, no cerró ni un solo día durante la guerra. Con las balas sonando a su alrededor, acogían a los heridos sin preguntar a qué facción pertenecían. Entre las muchas anécdotas de esos días terribles, quizás la que mejor definía su trabajo ocurrió la mañana en que entraron los soldados y mataron a los heridos. Médicos y enfermeros, liberianos, fueron subidos bajo amenazas a un camión ante la mirada de los religiosos. Fue el momento en que el hermano Justino, antecesor de Pajares, se encaramó hasta el vehículo para situarse al lado de los sanitarios, dispuesto a correr la misma suerte. Aquello paralizó a los soldados, que accedieron a liberarlos con una advertencia: “No curen a los malos”.

Son historias que se contaban a la sombra del cocotero, en las horas de más calor, cuando no funcionaba la electricidad y se apagaban los ventiladores. Lo recuerda Javier Salmean, médico de la Fundación Mujeres por África:

A la izquierda, la hermana Paciencia y la hermana Chantal con el padre Miguel, en una imagen de la Fundación Mujeres por África.
A la izquierda, la hermana Paciencia y la hermana Chantal con el padre Miguel, en una imagen de la Fundación Mujeres por África.

“Cada tres meses los invadíamos, usábamos sus quirófanos para operar al menos a medio centenar de enfermas de fístula perianal [una lesión que se produce cuando el parto se prolonga demasiado y que deja a las mujeres incontinentes]; a veces nos veíamos obligados a colocar a dos enfermas en la misma cama, pero por parte del padre Miguel o de la hermana Chantal Pascaline sólo encontramos cariño y generosidad. No hablábamos de religión, allí no había espacio para eso. Aquello era humanismo puro y duro”.

Antes de arrancar el proyecto médico de esta fundación, que preside la exvicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, Salmean visitó otros hospitales de la ciudad, pero el ambiente que encontró era “hostil y duro” por parte de las instituciones. Al final elegimos el Católico porque disponían de unas instalaciones razonables (140 camas y tres quirófanos) y porque tanto el padre Miguel, como las hermanas Chantal y Paciencia eran encantadores. Durante toda mi vida he sido muy laico y, especialmente, en la medicina estaba convencido de que los religiosos no pintaban nada en los hospitales españoles. En Monrovia cambié de opinión, aquello era distinto, me sorprendió su implicación en el día a día, su buena disposición y cómo te facilitaban las cosas. Naturalmente que cumplían con su labor religiosa, su liturgia de mañana y sus rezos por la tarde pero trabajaban sin parar”.

El hospital disponía de aire acondicionado, pero los religiosos vivían de manera austera. En la polvorienta y pobre Monrovia, donde la mayoría de su habitantes (cerca del medio millón) carece muchas veces de lo más básico, como electricidad y agua corriente, el Católico era un oasis de tranquilidad y, sobre todo, de limpieza.

El centro atendía a diario a multitud de personas, casi todos niños menores de cinco años, con anemia, malnutrición, parasitosis, neumonías, diarreas y malarias.

Decía que lo importante es ser buena persona y que hay un único Dios, un Dios que cada uno adapta a su cultura

Al padre Miguel le gustaba que lo llamaran de tú, sin formalismos. “Lo que quería era trabajar en la trinchera; ayudar a la gente a pie de calle”, afirma Javier Pajares, uno de sus sobrinos. Recuerda cuando su tío visitaba la Iglesuela (unos 500 habitantes) , donde todavía vive parte de la familia. Se sentaba en el bar de la plaza con una cerveza sin alcohol para ver el fútbol. “Le gustaba el Real Madrid”, afirma uno de los responsables del establecimiento, Eugenio González. “Nos hablaba de África, de los pocos recursos que tenía, de lo mucho que había que hacer allá. Me decía: ‘Allí no tenemos de nada, falta gente cualificada para todo; el país es un desastre, se vive al día’. Siempre nos traía detalles y aprovechaba los viajes a España para recaudar fondos para el hospital”, explica el sobrino.

Miguel se crió en el seno de una familia modesta que vivía del campo. No les sobraba el dinero, pero los cinco hermanos tuvieron la posibilidad de estudiar. Gregorio, por ejemplo, cursó formación profesional en Madrid y emigró a Düsseldorf (Alemania), donde ha vivido hasta su jubilación. Félix, sin embargo, prefirió la agricultura a los libros. Mientras, Miguel eligió la vida religiosa de muy joven: a los 12 años ingresó en la escolanía de San Rafael. Estudió enfermería, se ordenó sacerdote, perfeccionó el inglés en Irlanda del Norte y, en los años sesenta, emprendió su primer viaje a África. Su casa natal se encuentra frente al Ayuntamiento de ese pequeño municipio, que ha sentido su muerte como si de la familia se tratara. En la iglesia, hay una urna para donaciones, tanto para el hospital de San José en Monrovia, como para otra misionera autóctona que vive en Filipinas. En la Iglesuela conocen a la hermana Chantal, la compañera de fatigas de Miguel en África. Más de una vez se la llevó de vacaciones para desconectar de la dura Liberia.

Uno de los primeros viajes del sacerdote a África.
Uno de los primeros viajes del sacerdote a África.

Quizás para acordarse de los suyos, el misionero intentó reproducir en Monrovia el huerto de su hermano Félix en la localidad toledana. “Siempre se llevaba semillas, pero se quejaba de que allí no producían casi nada... como mucho alguna escarola”, cuenta. Miguel jugaba bien al tenis, deporte que practicaba casi a diario, en la pista de una mansión abandonada colindante al hospital que compraron para ampliar las instalaciones. Y recomendaba a todos que practicaran deporte para sentirse mejor. Se ocupaba de hacer la compra, conducía hasta el mercado y regateaba hasta conseguir precios más bajos. Había días que se presentaba feliz con una barracuda de 20 kilos, otros había que conformarse con arroz y pollo.

En el patio del hospital, junto al huerto, tenía gallinas. Presumía de poder ofrecer desayuno, comida y cena a los pacientes. La hermana Chantal administraba la farmacia, donde guardaban antibióticos imposibles de conseguir en la ciudad. Ella conocía los dialectos de todas las tribus, lo que facilitaba enormemente la comunicación con los pacientes a la hora de rellenar historiales médicos. Con el responsable de los quirófanos, de religión musulmana y con tres esposas, las relaciones eran inmejorables. “Cada uno piensa como quiere”, solía argumentar la hermana. “Mi tío era muy abierto”, recuerda su sobrino Javier. “Se pasaba el tiempo leyendo, a veces libros sobre otras religiones, y solía decir que había un solo Dios y que luego cada uno lo adaptaba a sus circunstancias, que lo importante era ser buena persona”, añade.

La familia de Pajares temía por su vida desde junio, cuando volvió a África tras un mes en España por temas personales. “Tenía previsto finalizar su misión en Liberia en septiembre y el ébola comenzaba a expandirse; le pedimos que se quedara ya en España; no quiso”, insiste otro de sus hermanos, Gregorio. Se encontraba cansado, le fallaba el corazón y había sufrido una operación de próstata, recuerda José María Viadero, director de la ONG Juan Ciudad, que agrupa los proyectos de cooperación internacional de la orden. Volvió a Liberia a rematar algunas cuestiones.

El padre Miguel fue el maestro de Viadero. En 1976, cuando el director de la ONG se encontraba en el noviciado le pidió que lo llevara con él a África; luego, el paso del tiempo acabó por situarlo en un despacho desde el que atender sus reclamaciones. Cuanto más te implicas sobre el terreno menos te importa la jerarquía o la obediencia debida. “Con él no había manera, se metía en todos los embolados posibles. Cuando le decía que él era mi maestro me respondía: ‘deja de llamarme maestro y haz lo que te pido’. Al final se salía con la suya, como cuando consiguió que la orden la pagara un motor fuera borda a un pescador al que conoció en la playa”, recuerda.

A partir de su regreso a Monrovia todo se precipitó. El virus del ébola avanzaba imparable y las noticias vía correo electrónico o por teléfono sonaban cada vez más alarmantes. Falló la previsión y nadie había aplicado medidas de aislamiento para atender a los enfermos. Los médicos y el personal sanitario de los otros hospitales, tan faltos de recursos como ellos, habían abandonado y se habían cerrado los centros. El Hospital San José multiplicó las urgencias El primero en notar los síntomas fue Patrick Nshmdze, el director del centro. Las pruebas de detección del virus en un principio resultaron negativas y los religiosos descuidaron las medidas de protección. Cuando el padre Miguel pidió auxilio, la orden le envió 10.000 dólares y un cargamento con medicación que llegó tarde. Ni siquiera pudieron retirarlo en el aeropuerto. Fue recogido posteriormente, según datos de la Orden, por Médicos sin Fronteras. También se movilizó Mujeres por África y en una semana mandaron 4.800 buzos anticontagio, pero tampoco llegaron a tiempo. Los religiosos fueron traslados al campo donde el Gobierno liberiano reúne a los infectados y entonces se preparó su evacuación a España.

Cuando los soldados del Ejército español llegaron al hospital para evacuar al padre Miguel el 7 de agosto, se encontraba tan debilitado que apenas controlaba lo que ocurría. Todos los que le conocen afirman que, en su sano juicio, no hubiera consentido que la hermana Chantal, de nacionalidad congoleña, se quedara allí. Con él se llevaron a Juliana Bohi, otra monja que se encontraba en el centro, con pasaporte español, que todavía se encuentra internada en el Hospital Carlos III de Madrid.

La Orden ya tiene listo un nuevo equipo de religiosos preparado para aterrizar en Monrovia.

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